La Democracia Representativa Electiva

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La Democracia Representativa Electiva


Por: Hugo Quiroga
Tramas Para-articulo-Quiroga-pixabaybudapestparlamentohungríaturismo719047 La Democracia Representativa Electiva  Revista Tramas

Primeras palabras

El objetivo de este artículo es reflexionar sobre el marco conceptual de la democracia contemporánea, y su desempeño político, cuyo trasfondo reconoce la necesidad de una estrecha conexión entre los acontecimientos históricos y la teoría política. Ese es mi enfoque analítico, que subyace en todos mis trabajos. Sin esa conexión corremos el riesgo de reducir la democracia a una mera actividad de gestión, negando que ella instituya un espacio de controversia y de deliberación pública amplia.

En el VII Seminario Argentino Hispano, el título de mi conferencia fue La democracia que busca ser, que se inscribió, desde una oposición ideal, normativa, en el título de mi último libro La democracia que no es. De todas formas la democracia es siempre un proyecto inacabado e inacabable. Expresa un horizonte de sentido interminable. En el juego de ensamble de estos dos títulos hay un rodeo entre la democracia como experiencia de vida y la democracia como relato. Me refiero al carácter de la vida democrática articulada en un relato. Marcel Gauchet sostiene que la democracia es “experiencia e historia”, a lo cual –agregaría yo– de los datos históricos articulados en un relato, que alude a una narración de los principios fundadores de la democracia: la representación y la legitimidad (los relatos, son historias que dan forma al mundo tal como éste es conocido o se pretende que se lo conozca). Rosanvallon evoca la idea de una “democracia narrativa”, con ciudadanos iguales en dignidad y reconocimiento .

El universo de referencia de este artículo será la democracia argentina, con todo lo que tiene de común –y de distinto– con respecto a otros regímenes de la Región y de Europa. En estos años se han producido transformaciones que hacen a la organización de nuestra vida colectiva; lo que pretendo es identificarlas en sus grandes tendencias, ya que su análisis ofrece pistas que pueden resultar comunes a otros países.

La democracia representativa electiva no pasa por un buen momento. Buena parte de la literatura referida al tema propone discutir el reemplazo de la democracia (Guy Hermet) o reinventar la representación. El problema para aquellos que la cuestionan o pretenden reemplazarla es que todavía no aparece la alternativa a la democracia representativa, por ello se habla de post-democracia, democracia post-representativa o democracia poselectoral (Rosanvallon). Además, el prefijo “Post” tiene el inconveniente de la indeterminación. Como es difícil lograr un concepto propio para designar a un nuevo fenómeno se cae en la tendencia a utilizar el viejo concepto que se cuestiona o se busca reemplazar con el prefijo “Pos”.

Siguiendo a la tradición republicana, la democracia es un proceso de ampliación de la esfera pública. La construcción de un espacio público común es la condición de realización de la democracia. Se habla, desde luego, de una construcción artificial, no de una creación natural. Cuando la democracia y el Estado de derecho organizan el ejercicio público del poder, las decisiones políticas deben estar abiertas a procesos adecuados de deliberación pública, abiertas a la participación y al veredicto de los ciudadanos. En esta visión, que no se reduce sólo a la deliberación, las decisiones deben representar el interés público, desde una perspectiva igualitaria. Ahora, al hablar de vida democrática hacemos referencia a un concepto más amplio que la actividad electoral, a la democracia como experiencia de vida, que contiene formas de expresión de los ciudadanos no institucionalizadas, que debería ser analizada en el marco de un espacio público amplio, situado en el ámbito de la sociedad civil.

 

La democracia es siempre un proyecto inacabado e inacabable. Expresa un horizonte de sentido interminable.

 

 

El costado informal de la democracia (O Democracia informal)

El término vida democrática designa, decíamos, un concepto más amplio que el de instituciones y actividad electoral. Se alude, más bien, a la democracia como experiencia de vida, pero también a la definición de democracia como buen gobierno. La acepción vida democrática remite a la idea de que la democracia se vive también desde lo cotidiano, sin que haya que perder de vista los procedimientos. Las transformaciones políticas de la democracia actual abren las puertas a una democracia informal, contracara de la democracia representativa.

Los movimientos informales (movimientos sociales, movimientos “piqueteros”, grupos cívicos) conforman la otra cara de la vida democrática, que extiende el clásico campo de la acción política más allá de las formas representativas tradicionales. La democracia de nuestros días enfrenta un doble desafío: la superioridad del ejecutivo y la intervención de los actores informales. Bajo este telón de fondo, la vida democrática argentina de hoy pareciera constituirse por un doble juego de “contrapesos” que, como veremos enseguida, buscan limitar los abusos del poder y su concentración, y orientar una distribución más equitativa de los bienes colectivos, a través de la acción informal de ciudadanos y grupos.

La calle se ha constituido en una expresión de la protesta colectiva, que adquiere mayor visibilidad por los medios de comunicación de masas. Se ha constituido en arena pública, en un ámbito de interpelación a la sociedad, y de presión al Estado, de amplios sectores que reclaman auténticas políticas sociales, seguridad y justicia. En esa acción colectiva, el poder representativo es puesto en duda, impugnado, por formas directas de expresión de la opinión popular, aunque ésta no tenga necesariamente traducción política en el juego electoral. Ese movimiento de protesta informal, que desfila en la calle, da muestra de su distancia de las representaciones instituidas (los partidos tradicionales, los sindicatos, los legisladores), amplía la esfera política y abre vías para el intercambio democrático no tradicional. Los movimientos informales son los contrapesos sociales (contrapoderes sociales) de la representación política clásica. En verdad, los contrapoderes sociales constituyen un complejo conjunto de intereses y demandas, que obedece a la acción de ciudadanos y movimientos que levantan un sistema no formalizado de protesta, control y bloqueo de las decisiones, con pujanza y fuerza propia. En otras palabras, la democracia informal es el contrapeso de la democracia representativa. El espacio público democrático se constituye tanto por las representaciones oficiales como por los movimientos informales.

 

la democracia informal es el contrapeso de la democracia representativa. El espacio público democrático se constituye tanto por las representaciones oficiales como por los movimientos informales

 

Los contrapoderes sociales carecen de reglas institucionales para actuar como instancias de representación informal y coordinación social. El riesgo es que la informalidad extrema de la política, con su capacidad de veto y bloqueo, pueda vaciar de contenido a las instituciones. No obstante, los movimientos informales son el emergente de una nueva gramática de la acción pública que deben ser tomados con seriedad y responsabilidad.

En consecuencia, la representación “oficial” es puesta en tela de juicio por el furor de la manifestación de protesta, difícil de regular, vinculada a un contexto social excepcional que desamparó a millones de ciudadanos, dejados a su suerte casi sin protección estatal. La acción de los movimientos informales, que emergieron en los últimos años de la decadencia social y cultural de la Argentina, ha contribuido a modificar el desempeño del espacio político, junto a la debilidad de los partidos y la crisis de representación, conforme a la línea argumental que venimos trabajando. A la luz de este diagnóstico y de estos cambios, tenemos sospechas sobre la evolución del período actual, pero no conocemos aún el perfil que puede llegar a adquirir la democracia del siglo XXI.

 

La ampliación de la esfera pública política

Hoy, la desilusión o desencanto democrático es un hecho constatable por las “promesas incumplidas”, pero también por las tensiones entre los fundamentos de la democracia (esto es, los principios de representación y legitimidad) y su desempeño político. Estas tensiones han llamado la atención sobre la escasa eficacia de la democracia representativa para regular los conflictos y, establecer, por ende, una escena pública más amplia que la tradicional (partidos, comicios, parlamento), en el interior de un orden colectivo escindido por las desigualdades múltiples, la diversidad de intereses, poderes y opiniones.

El fondo conceptual de mi planteo es que se ha ampliado espacio público de representación a partir de las nuevas formas de legitimidad y representación. Esa ampliación –me apoyo en Habermas – puede concebirse como el ensanchamiento del espacio social que generan las interacciones entre los interlocutores existentes. El Estado, que se sostiene a través de impuestos y se legitima a través de las votaciones; la economía, que se ocupa del crecimiento capitalista; los ciudadanos, que prestan su apoyo político sólo a cambio de la satisfacción de sus intereses; los medios de comunicación de masas y las redes sociales, que extienden la participación y la visibilidad.

En principio, lo público designa lo que es visible, manifiesto, accesible a todos. Se opone, pues, a los secreto, a lo oculto. Pero lo público remite también a un mundo común, a un espacio público político que no deja de tener un carácter conflictivo, agonístico. En este universo de ampliación del espacio público encontramos dos enfoques: una concepción normativa, por un lado, y una perspectiva espacial más vinculada a la sociología urbana, por el otro.

En tal sentido, el espacio público mantiene, en el contexto actual, al menos cuatro significados: el de lo público-estatal, que hace al interés común; el de lo público-asociativo, que implica la participación colectiva –las asociaciones múltiples, los movimientos informales–; el de lo público-mediático –incluyo la prensa, la televisión, la radio–, que otorga visibilidad a los acontecimientos; y por último, el de lo público-digital –Internet y la telefonía móvil–, que extiende la participación y la visibilidad.

A la par de estas modificaciones en el sistema político, surgen líderes decisionistas, que refuerzan sustancialmente las funciones del Ejecutivo. Vivimos en la era del gobierno de los Ejecutivos. En definitiva, buena parte del problema y del diagnóstico de esta mutación se encuentra, por un lado, en la relación compleja que existe entre elecciones y representación, lo que nos lleva a repensar la representación electiva. Por otro lado, es preciso analizar también la compleja relación entre gobernantes y gobernados, cuando se apartan de los fines del “buen gobierno”. Esto es, cuando no funcionan los símbolos y la acción del buen gobierno. Ésta idea remite a la responsabilidad de hacer lo necesario para crecer gestionando los asuntos comunes.

Paso ahora a señalar algunas de las razones fundamentales que sostienen mi argumento central.

La primera razón es el principio electivo. Las elecciones no agotan la idea de democracia representativa, son un medio para instituir la democracia, pero no es la democracia en sí misma. La democracia representativa desborda, y en mucho, a las elecciones. Los términos “elecciones” y “democracia” se han convertido en sinónimos en todo el mundo. La idea dominante es que la mejor manera de estar representados es mediante el principio electivo. No obstante, la democracia electiva ha sido puesta a prueba.

Desde sus orígenes la representación ha sido controvertida por la insalvable distancia representativa entre gobernantes y gobernados. De ahí, la paradoja de la representación: es un principio fundador de la democracia y, al mismo tiempo, su punto débil. Precisamente, porque la democracia es un “sistema de decisión política”, y lo que subyace es el principio de la delegación de la decisión. El pueblo sólo elige, pero no gobierna. La paradoja de la representación nos conduce a una pregunta central: ¿cómo el pueblo puede, a la vez, ser soberano y súbdito? Por eso, en sus orígenes, se le asignaba a elección un carácter aristocrático. Rousseau definía a la democracia como una “aristocracia electiva”, Robespierre definía la República como una “aristocracia representativa”.

La democracia electoral se basa en esta ficción, que se ha vuelto cada vez más problemática, lo que cuenta es el momento de la decisión política emplazada en el centro de la relación entre representantes-representados. Ahora bien, las elecciones son tanto una forma de autorización “desde abajo” y una regla de asentimiento de los ciudadanos –que carecen de poder para gobernar– como una forma de distribución del poder entre las élites políticas. Hoy, se han convertido en un debate mediático encarnizado, con escaso poder argumentativo, en busca del favor de los electores.

Si bien la actividad electoral tiene un carácter colectivo, por la emisión del voto, el cuerpo electoral no constituye un ser colectivo; no es una asamblea de ciudadanos que permanece después de la votación. La naturaleza del sufragio universal, el carácter del cuerpo electoral y el derecho de voto fueron objeto de profundos debates en la Asamblea Constituyente francesa y en el derecho público de Alemania y Francia durante el siglo XIX. Así, se concibió históricamente a la elección como un acto de nombramiento de los representantes, que separó rigurosamente el derecho de elegir del derecho de deliberar y decidir. El objetivo apartar a los ciudadanos de la voluntad política soberana. No obstante, el veredicto de las urnas es un pronunciamiento que depende de los electores, y los representantes que deseen ser reelegidos deberán contemplar en su accionar las opiniones de los ciudadanos.

Una segunda razón, se refiere a la recuperación del sorteo político en algunas experiencias democráticas. La literatura actual se inclina a revisar el rol de las elecciones, y cierta literatura por reivindicar al sorteo político como una institución verdaderamente democrática. Entiende que las elecciones fueron concebidas como expresión de un espíritu aristocrático, porque aseguraban la dominación de aquellos que delegaban el poder a otros para hacer las leyes y aplicarlas. Manin recuerda que el Sorteo es el modo de selección democrático por excelencia, mientras que la elección aparece más bien como oligárquica o aristocrática. Otros autores (el belga David van Reybrouck y el francés Ives Sintomer) consideran que circunscribir la democracia a las elecciones significa enterrarla deliberadamente. Se inclinan por el método aleatorio del Sorteo, institución ateniense por excelencia, como un modo de fortalecer el sistema representativo.

El Sorteo, aunque no tenga el mismo significado que en los griegos, fue completamente excluido por los arquitectos modernos del sistema representativo, a excepción del juicio popular en materia judicial. Sin embargo, Montesquieu, en el siglo XVIII, escribía que el sufragio por sorteo es de naturaleza democrática, en cambio, el sufragio por elección es de naturaleza aristocrática.

En algunas democracias contemporáneas –como, por ejemplo, las de Islandia, Gran Bretaña, Estados Unidos, Alemania, la ciudad griega de Maroussi, el gobierno de British Columbia Canadá, los Países Bajos, Ontario, etc.– el sorteo político alude –en oposición a las elecciones– a la toma de decisiones por parte de ciudadanos seleccionados aleatoriamente mediante este mecanismo. El propósito es incrementar la participación ciudadana factible y real. La experiencia más remarcable es la de Islandia y en la provincia canadiense de Columbia Británica.

Esta nueva corriente de pensamiento preconiza la introducción progresiva de un sistema de sorteo en diversas instancias. Se piensa en un sistema bi-representativo o en un Senado elegido por Sorteo, es decir, se pretende la participación de los ciudadanos a través del método del Sorteo en asambleas legislativas, como un modo de evitar que las elecciones sean un freno a la democracia, esto es, a la democracia representativa electiva.
Un ejemplo emblemático es el de Islandia cuando se eligieron por sorteo 950 ciudadanos, con el propósito de iniciar un proceso de reforma de la Constitución, que se reunieron en una Asamblea Nacional todo un día para discutir los principios y valores que debían integrar el texto de la nueva Constitución. En 2012 se aprueban estas actuaciones o acciones mediante un referéndum por dos tercios de los ciudadanos. La reforma fue abortada por el regreso de los conservadores al poder.
La recuperación del sorteo para las democracias contemporáneas resurge como síntoma de la crisis de las instituciones democráticas, como una alternativa –no la única– al principio de la mayoría, en un momento de extrema profesionalización y monopolización del poder político. La recuperación de esta institución ciudadana puede significar una renovación de la democracia representativa tal como funciona en la actualidad, pero no es la panacea, no implica una reforma sustancial y global de la misma. No se trata de eliminar la elección, sino de institucionalizar el sorteo como un modo de enriquecer la democracia y ampliar las bases de la toma de decisiones. Sin ninguna incompatibilidad, la elección puede estar asociada al sorteo. En una época en la que sobresalen las redes sociales y se ha puesto fin a los partidos de masas, se multiplican las vías de legitimidad democrática y se ensancha la pluralidad de voces.

 

No se trata de eliminar la elección, sino de institucionalizar el sorteo como un modo de enriquecer la democracia y ampliar las bases de la toma de decisiones.

 

Una tercera razón hace alusión a la auto-representación ciudadana (Centralidad ciudadana). Sabemos que no existe una sola forma de representación, la electoral, establecida por el sufragio universal. Sin duda, ésta es la forma institucional que legitima a la democracia y da lugar al derecho de mandar. No obstante, el concepto de representación se ha extendido y se proyecta en otras formas de expresión ciudadanas. El principio de representación electoral ha perdido su monopolio frente a la informalización y la virtualización de la política. Por otra parte, la informalización y la virtualización amplían el espacio público de la representación.

Me refiero, en primer lugar, a aquellas modalidades informales (asociaciones cívicas diversas, movimientos sociales, movimientos piqueteros), que dan muestra de su distancia de las representaciones instituidas, los partidos tradicionales, los sindicatos. Por consiguiente, la política se ha informalizado.

En segundo lugar, aparece la idea de la virtualización de la política, pero no se trata meramente de una política “extraoficial”, porque esos dispositivos técnicos de la comunicación, Facebook y Twitter, son utilizados por gobernantes y políticos, en todo momento, especialmente en las campañas electorales, y se han convertido en una herramienta de marketing político, más allá de la idea de redes sociales. Por tanto, estamos delante de una pregunta y una discusión abierta. ¿Se puede considerar a Internet como una forma de hacer política, como un espacio generalizado de vigilancia y evaluación del mundo? La comunicación en Red se incrementa sobre la posibilidad de un contacto continuo entre los ciudadanos. Existe la posibilidad de participar en todo momento en el proceso político. La impresión que tenemos es que la política hoy está cada vez más inmersa en los procesos de comunicación de masas y que, de hecho, es absorbida y transformadas por la comunicación de masas.

Por supuesto, se trata de un proceso muy complejo y difícil de discernir –para nada concluido–, que deja abiertas numerosas preguntas. Constituye un espacio visual y virtual a la vez, el cual cambia en parte la que era la naturaleza predominante del espacio público. Se caracteriza, además, porque no obedece a un juego de argumentación crítica. Esto último es lo más novedoso, porque Internet amplia el espacio público. A partir de la Red, la comunicación pública se ha reconfigurado; su circulación abarca ahora otros carriles. Al mismo tiempo, constituye una especie de infraestructura de la esfera pública política. Es interesante la interacción entre las redes y los medios masivos, si un acontecimiento se produce en un programa de televisión y se viraliza adquiere otra relevancia y visibilidad. Lo que sucedió en el programa televisivo “Intratables” con María Eugenia Vidal cuando enojo con un periodista, esa situación se viralizó en las redes y alcanzó enorme visibilidad.

Así, las convocatorias plurales y espontáneas mediante las redes en la Argentina han logrado incidir en la agenda pública y en la agenda de gobierno, por ejemplo: el “fiscal Nisman”: justicia; “Ni una menos”: violencia de género. Fueron marchas masivas autogestionadas, sin mediaciones partidarias o sindicales, sin líderes políticos. Prevalece en este proceso una autonomía expresiva y cognitiva; es una forma de autorrepresentación democrática.

Quisiera cerrar este artículo con algunas preguntas: ¿Qué democracia estamos construyendo?, ¿marchamos hacia un sistema donde ya no esté presente el principio de la soberanía del pueblo? ¿Nos hallamos ante el fin de la democracia representativa electiva? ¿Es necesario buscar nuevas formas de emancipación ante una economía globalizada, Estados nacionales y democracias locales? El problema es que todavía no aparece la alternativa a la democracia representativa electiva, como dijimos. Sin embargo, no se puede dejar de reverenciar su nombre, aunque sea con el prefijo “post”, post-democracia. De ahí que se hace un tanto difícil conocer el significado actual de la palabra democracia. La construcción de un espacio público común es, sin duda, la condición de realización de la democracia. En este nuevo espacio extendido, coexisten en nuestras sociedades políticas representativas y políticas deliberativas. Internet sociabiliza y los ciudadanos se autonomizan.
Esta comprensión de una esfera pública amplia hace a la vitalidad de las sociedades democráticas. Las decisiones políticas tienen que ser el resultado de la deliberación institucional y del diseño de prácticas y diálogos en el espacio público de la sociedad civil. La decisión debería transitar un doble camino: la deliberación institucional y la deliberación informal. La legitimidad democrática es atribuida al poder por tres vertientes: la legitimidad del voto, la legitimidad constitucional (que regula el poder público y fija sus atribuciones) y (ahora agregamos) la legitimidad post-electoral ( o legitimidad de la opinión pública), que es una aprobación o desaprobación de las políticas públicas de los gobernantes, que depende de la satisfacción de las demandas de los ciudadanos. La legitimidad Post-electoral se forma en la esfera pública civil (la opinión pública medida a través de las encuestas, los medios de comunicación, la calle, las asociaciones diversas), que implica un juicio permanente y un poder de control de los ciudadanos. Entonces, la legitimidad democrática no se basa únicamente en las urnas y en las normas constitucionales, sino también en un espacio de incesante debate y argumentación sobre los fines de la acción política. Es en el espacio público donde se piensa la legitimidad y las innovaciones de la sociedad democrática.

 


[1] Pierre Rosanvalllon, “La democracia del siglo XXI”, en Revista Nueva Sociedad, Nº 269, mayo-junio 2017, ISSN: 0251-3552, www.nuso.org

[2] Jürgenn Habermas, En la espiral de la tecnocracia, Trotta, Madrid, 2016, p. 119.

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