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La dimensión simbólica de la disputa por el desarrollo en la Argentina reciente
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Introducción
En el discurso con el que abrió las sesiones ordinarias del parlamento, el presidente Alberto Fernández volvió a mencionar en varias oportunidades los conceptos de justicia social y solidaridad: el primero como parte de un binomio inseparable con el crecimiento económico y el segundo como “viga maestra de la reconstrucción nacional”. También manifestó una gran preocupación por el nivel actual de desigualdad en nuestro país y el compromiso gubernamental por reducirla, subrayando que es un objetivo central para alcanzar el desarrollo con inclusión social. Estas ideas constituyen las fibras más íntimas que guían las políticas del nuevo gobierno desde el momento en que tomó el control del Estado, y están en consonancia con las advertencias de más larga data que vienen formulando instituciones científicas y economistas reconocidos respecto de las consecuencias perturbadores de la desigualdad sobre el desarrollo social y económico (CEPAL, 2010, 2012, 2014; Stiglitz, 2012; Atkinson, 2015; Piketty, 2015; Milanovic, 2016).
La aparición de estas inquietudes en el discurso del gobierno es un síntoma de la época. En los últimos años, los estudios sobre la desigualdad han ganado terreno en la producción académica sobre el desarrollo, sobre todo en torno a las relaciones posibles entre crecimiento económico, distribución del ingreso y avance tecnológico. Mientras que la perspectiva neoclásica sostiene que las políticas económicas que redistribuyen ingresos contraen el crecimiento, en tiempos recientes, incluso el Banco Mundial ha señalado que una desigualdad excesiva es perjudicial para el desarrollo (Viterna y Robertson, 2014). Para abordar esta problemática, proponemos una lectura del desarrollo como un emergente del conflicto social institucionalizado, o dicho de otro modo, como el resultado siempre precario y contingente de la lucha política entre agentes sociales. El desarrollo es entonces un proceso en disputa en el que no solo entran en conflicto las diversas ideologías sobre cómo alcanzarlo, sino también diversos modelos de justicia distributiva y discursos que intentan justificar una determinada distribución de la riqueza y los recursos. Este artículo es un intento por aportar algunas reflexiones en torno a las relaciones posibles entre desarrollo, desigualdad e ideologías para analizar los procesos socio-económicos de la Argentina reciente.
El desarrollo es entonces un proceso en disputa en el que no solo entran en conflicto las diversas ideologías sobre cómo alcanzarlo, sino también diversos modelos de justicia distributiva y discursos que intentan justificar una determinada distribución de la riqueza y los recursos.
En el primer apartado se presentan algunos aportes teóricos para abordar nuestra problemática. Se presentan conceptos tomados de la escuela de la regulación francesa, en especial las ideas de modelos y modos de desarrollo junto con las de regímenes de desigualdad. En el segundo apartado, a partir del análisis del conflicto social entre agentes socio-económicos, intentamos una reconstrucción de los modos de desarrollo y los regímenes de desigualdad que han tenido lugar en la Argentina de los últimos años. En el tercer apartado analizamos con mayor detenimiento la dimensión ideológica de las disputas por el modo de desarrollo, en particular, los tipos de justicia distributiva que sirven para justificar los regímenes de desigualdad. En el apartado final presentamos las conclusiones de nuestro trabajo.
- Apuntes teóricos en torno a la relación entre desigualdad, desarrollo e ideología
El vínculo entre desarrollo e igualdad es más complejo y contradictorio de lo que el sentido común indica. Plantear de este modo la cuestión implica, claro está, ir más allá de las nociones ortodoxas y acríticas que conciben esa relación como lineal, unidireccional y armoniosa; como si al liberar las fuerzas del mercado y reducir la intervención estatal en la economía se abriese un camino de apacible progreso en el que finalmente desarrollo e igualdad se encuentran. Pero también implica abandonar los enfoques estado-céntricos en los que un determinado nivel de desigualdad es el resultado directo de políticas públicas específicas, como si los agentes socio-económicos poderosos no opusieran resistencias ni defendieran sus privilegios.
Aquí proponemos un enfoque en el que la desigualdad es el emergente de las estrategias y acciones llevadas a cabo por los agentes socio-económicos, tanto públicos como privados, que le dan forma a un determinado modo de desarrollo. En este sentido, las tendencias en la desigualdad es el resultado del conflicto social institucionalizado. Por esta razón, la desigualdad es una puerta de entrada a la problemática más amplia del desarrollo: en la disputa por la distribución de los ingresos, las tierras, las ganancias, el conocimiento, o cualquier otra forma de riqueza, se hace evidente el conflicto social que conlleva todo proceso de desarrollo. Un determinado nivel de GINI, por lo tanto, deja de ser un mero número estadístico para ser el punto donde se encuentran diferentes fuerzas sociales, y puede entenderse como la cristalización de la lucha por el excedente que implican los modos de producción y las alianzas sociales que lo sostienen (Furtado, 1978; Peralta Ramos, 2007; Boyer, 2014).
Ingresar a la espinosa relación entre desigualdad y desarrollo desde esta perspectiva de la economía política implica apartarse un poco de los enfoques más clásicos sobre el desarrollo que lo abordan desde las limitaciones estructurales de las economías periféricas (Ferrer, 1954, 1998; Furtado, 1978; Prebisch, 1949); el obstáculo que implica para los países latinoamericanos en su búsqueda del desarrollo el marco de relaciones de dependencia con los países avanzados (dos Santos, 1998; Marini, 1973); el necesario aumento de las capacidades estatales para dirigir el proceso de desarrollo de manera adecuada y en sinergia con empresas del sector privado (Castellani, 2006; Castellani y Llanpart, 2012); y finalmente, aquellas posiciones que hacen hincapié en la expansión del entramado tecno-productivo a partir de una mayor inversión en ciencia y tecnología (Schteingart, 2015; Kodric, 2019) liderada por un Estado emprendedor e innovador (Mazzucato, 2014). Decimos apartarnos un poco porque estas discusiones forman parte ineludible del análisis que pretendemos realizar, pero nosotros vamos a prestar mayor atención al conflicto social entre agentes socio-económicos en su la lucha por influir sobre un modo de desarrollo determinado, y en consecuencia, por construir y justificar un régimen de desigualdad.
En este sentido, la teoría regulacionista ofrece un tratamiento especial del concepto de desarrollo, diferenciando entre modelos y modos. Alexandre Roig (2008) sostiene que para los regulacionistas, un modelo de desarrollo es un proyecto histórico, un conjunto de formas idealizadas y orientadas hacia el futuro de lo que se quiere y se desea en término de desarrollo. Por lo tanto, el modelo de desarrollo es un programa de acción eminentemente político, normativo y con carga moral. En cambio, un modo de desarrollo es un proceso histórico, la configuración que adquieren las instituciones al estar situadas y moldeadas por el conflicto y las luchas de poder entre los agentes sociales. Visto así, un modo de desarrollo es el emergente incontrolado de la estructura de relaciones de poder político y económico en la que se libran las disputas por la apropiación del ingreso y el excedente, pero también por el sentido del desarrollo. Y es preciso tener en cuenta que el conflicto no solo se da entre capital y trabajo, está presente también al interior del capital y el trabajo, entre sus diferentes fracciones y representaciones (Brenner y Glick, 2003; Peralta Ramos, 2007; Roig, 2008). Es aquí donde podemos comprender en sentido pleno la idea de que el desarrollo es un concepto polisémico y siempre en disputa (López y Cantamutto, 2017; Cantamutto, 2018), por lo que no podemos concebirlo como una sendero preestablecido de fases por la que los países deben pasar, tal como los pensaron los primeros teóricos del desarrollo (Roig, 2008; Serrani, 2012). En la medida en que parte del conflicto social, que es inherentemente histórico y contingente, nuestra perspectiva no acepta determinismos ni teleologías en cuanto a las formas que adquieren los modos de desarrollo.
...un modo de desarrollo es el emergente incontrolado de la estructura de relaciones de poder político y económico en la que se libran las disputas por la apropiación del ingreso y el excedente...
En cuanto a la desigualdad, cada modo de desarrollo lleva a aparejado una forma específica de distribución de los ingresos y la riqueza que se denomina régimen de desigualdad (Boyer, 2014). Al ser una expresión de cada modo de desarrollo en su dimensión distributiva, los regímenes de desigualdad comparten características con aquellos: primero, están ceñidos a un espacio y tiempo determinados; segundo, son temporales y no pueden durar para siempre; tercero, la desigualdad se inscribe en varios modos de desarrollo diferentes, por lo que también existen diversos regímenes de desigualdad; por último, en lo regímenes de desigualdad se mezclan diversos elementos que deben ser analizados, como las alianzas y compromisos políticos, el nivel de especialización tecnológica de un régimen de acumulación o los posicionamientos ideológicos sobre la desigualdad o lo que es justo o injusto en la distribución de la riqueza (Boyer, 2014; Piketty, 2019).
Los regímenes de desigualdad dependen entonces del desenvolvimiento de los modos de desarrollo y son quizás el elemento más relevante en términos de conflicto social.
Los regímenes de desigualdad dependen entonces del desenvolvimiento de los modos de desarrollo y son quizás el elemento más relevante en términos de conflicto social.
Alice Amsden (2004) ha señalado de manera acertada que la desigualdad y su relación con la distribución de los recursos económicos es una de las fuerzas más importantes que influyen en la transición hacia el desarrollo: el recorte de la brecha con respecto a la frontera tecnológica internacional no es un proceso armonioso, sino que implica siempre una redistribución de los recursos y una actualización de las jerarquías socio-económicas, por ende, conflicto social. Por eso mismo, la tendencia de un régimen de desigualdad no es un hecho social estéril, sino que se relaciona de manera compleja con el desarrollo a través de las estrategias y acciones de los agentes económicos: frente a la redistribución de los recursos que surge de las tendencias de un régimen de desigualdad, los agentes pueden desplegar posiciones defensivas u ofensivas, acompañando u oponiéndose, e influyendo en el modo de desarrollo y los términos de la distribución. La desigualdad tiene, por lo tanto, la paradójica característica de influir en las posibilidades de un modo de desarrollo y a la vez ser su efecto.
La desigualdad tiene, por lo tanto, la paradójica característica de influir en las posibilidades de un modo de desarrollo y a la vez ser su efecto.
De esto se desprende que en una sociedad muy desigualitaria, las posiciones defensivas de los sectores privilegiados son determinantes a la hora de disputar el modo de desarrollo y obstruir la aplicación de modelos alternativos. A la inversa, cuando una sociedad tiene una relativa igualdad –como la de los tigres asiáticos o China a mediados del siglo XX– las políticas de desarrollo son más realizables en el largo plazo. Sin embargo, aquí hay que hacer un señalamiento que evidencia el movimiento diacrónico entre desarrollo y desigualdad: los procesos de desarrollo tienden a generar desigualdades crecientes debido a la promoción de las nuevas empresas líderes con espacios de alta rentabilidad, favorecidos por una mayor competitividad y el aumento de sus capacidades tecnológicas, lo que altera la competencia económica y en última instancia, la estructura social.
Al analizar la relación entre desarrollo y regímenes de desigualdad, Amsden (2004) propone cuatro presupuestos para la acción de los agentes socio-económicos, de los cuales vamos a rescatar dos por su importancia para un país como la Argentina: primero, los regímenes de desigualdad redistributivos que parten de una desigualdad elevada generan resistencias por parte de la élite socioeconómica que se traducen en acciones políticas o económicas concretas. Esto significa que los actores con poder económico en el sector privado pueden llevar adelante estrategias defensivas y conservadoras, tratando de mantener su posición en la jerarquía económica y obstruyendo el desenvolvimiento de un modo de desarrollo redistributivo. Segundo, si la desigualdad tiene sus raíces fuera del sector manufacturero y ofrece rentas extraordinarias, entonces será más difícil desviar recursos productivos hacia el sector manufacturero, ya que la competitividad de las principales empresas nacionales estará fuera de ese sector. Este presupuesto es de particular importancia para la Argentina, ya que una de las características de su sistema productivo es que el sector agropecuario tiene una productividad mayor que el resto de los sectores por las condiciones naturales del territorio.
La larga historia económica Argentina ha generado numerosos intereses defensivos encarnados en agentes socio-económicos preocupados por su supervivencia o por la ampliación de la influencia de los sectores productivos a los que están vinculados. En la dinámica de la estructura productiva argentina, estos intereses defensivos causan conflictos distributivos severos, que se explican por la fuerte capacidad reivindicatoria de los agentes del proceso económico: los diversos grupos dominantes afirman su poder en el control de flujos claves para el proceso de acumulación, las posiciones monopólicas, la evasión y la informalización; los trabajadores, por su parte, asientan su poder en una larga trayectoria de organización sindical. Al mismo tiempo, la capacidad del Estado para dirigir la economía se ha ido deteriorando, ya sea por la creciente deslegitimación del accionar político o por la colonización o colusión de intereses particulares en las estructuras burocráticas (Amsden, 2004; Castellani y Llanpart, 2012; Porta y Fernández Bugna, 2011).
2. Modos de desarrollo y regímenes de desigualdad en la Argentina reciente
El gráfico N°1 nos muestra la desigualdad de ingreso en términos del índice de Gini[1] para el caso argentino. Lo interesante aquí es observar las tendencias y comprender lo que ellas nos dicen sobre los procesos económicos en el largo plazo. En primer lugar, la serie se inicia con el Gini más bajo del período, marcando 0,347, y comienza a ascender durante el corto gobierno constitucional de Martínez de Perón. Dos años después, con el inicio de la dictadura cívico-militar, el abandono de todo tipo de industrialización por sustitución de importaciones y la contracción de la incidencia del Estado en el mercado, la desigualdad comienza un período de ascenso de largo aliento que sólo encontrará su pico en la crisis del año 2001. Sobre este período de aumento de las desigualdades es importante remarcar varias cuestiones: por un lado, encontramos dos momentos de reducción leve de la desigualdad para los años de la primavera alfonsinista (1984-1986) y los que corresponden al inicio de la convertibilidad, el proceso de reforma del Estado y las privatizaciones del gobierno menemista (1991-1994). Sin embargo, en ninguno de estos momentos de reducción de las desigualdades se consiguió retraer el coeficiente GINI a valores más allá de los cinco o seis años anteriores.
En segundo lugar, observamos que durante el período de gobiernos kirchneristas se produjo una reducción constante del nivel de desigualdad, con una leve meseta hacia el final, dado el estancamiento económico posterior a la crisis financiera global del 2009. Para el año 2015, el coeficiente Gini alcanzaba cifras similares a las del año 1979, es decir, una retracción de 36 años en los niveles de desigualdad. Esto representa un quiebre evidente en el modo de desarrollo y un régimen de desigualdad asociado de tendencia progresiva. De manera posterior, los cuatro años de Cambiemos en el poder dejaron como resultado final un evidente retracción de la igualdad, con un Gini de 0,447, similar al alcanzado en el bienio 2008-2009. Esto implica un régimen de desigualdad de tipo regresivo, con una retracción a niveles de 10 u 11 años atrás. Vamos a centrarnos especialmente en esta última etapa, ya que en este artículo nos interesa comprender los cambios producidos en los modos de desarrollo y los regímenes de desigualdad producidos en el pasaje de los últimos años del kirchnerismo hacia los años de la alianza Cambiemos.
Como mencionamos en el apartado anterior, los cambios en un modo de desarrollo se comprenden mejor cuando lo abordamos como un emergente del conflicto social que solo puede sostenerse en el tiempo a partir de una determinada correlación de fuerzas y una base suficiente de agentes socioeconómicos que le dan legitimidad. Se puede entender entonces que la larga década kirchnerista estuvo compuesta por dos modos de desarrollo sucesivos, que tuvieron su momento de quiebre en la crisis del bienio 2008-2009, dónde se conjugaron el conflicto entre gobierno y patronales del campo con las restricciones económicas que trajo aparejada la gran recesión mundial.
Gráfico N°1. Tendencias de la desigualdad en Argentina medida en índice de GINI. 1974-2019
Fuente: INDEC, CEDLAS y Banco Mundial
Durante los primeros años, el kirchnerismo sostuvo una hegemonía política bastante sólida, apoyada en la alianza social que podemos llamar consenso productivista. Este consenso articuló al gobierno con diversos agentes socio-económicos, principalmente con el bloque “devaluacionista” liderado por la UIA luego de la salida de la convertibilidad, pero también con partidos políticos y fracciones de partidos políticos de tendencia progresista (comunismo, socialismo, parte del radicalismo) en las experiencias de construcción transversal; con el movimiento sindical a través de una doble alianza con la CGT y la CTA; y con los movimientos sociales surgidos durante la crisis del 2001. Esta fue, a grandes rasgos, la base social que sostuvo el primer modo de desarrollo que va de 2003 a 2009.
En general, los trabajos sobre la posconvertibilidad coinciden en que mientras estuvo vigente el consenso productivista, el régimen macroeconómico se mantuvo dinámico y estable, permitiendo el crecimiento a tasas elevadas. El elemento central en esa macroeconomía lo constituyó un tipo de cambio múltiple y alto destinado a la reactivación económica. Pero también estuvieron gravadas las exportaciones de productos primarios, en particular los de origen agropecuario, con lo que fue posible implementar esquemas de compensación hacia otros sectores de la economía, acompañados de acuerdos de precios en los sectores industriales asociados a la producción de bienes y servicios de consumo popular. Vinculado a esto último, también se regularon los cupos de exportación de alimentos básicos para garantizar el abastecimiento interno y contener la dinámica de precios. Por último, se combinó la protección cambiaria con protección paraarancelaria en sectores industriales intensivos en mano de obra que se consideraban estratégicos (Azpiazu y Schorr, 2010; Panigo y Chena, 2011; Katz y Bernat, 2013; Damill y Frenkel, 2015; López y Cantamutto, 2017; Pérez y Barrera Insua, 2017).
Con el tiempo, especialmente a partir del conflicto con el campo y la crisis financiera global, ese consenso se fue quebrando de manera progresiva debido al aumento de las tensiones sociales bajo las nuevas condiciones económicas, pero también debido a las nuevas formas en que los agentes socio-económicos van a ensayar la construcción de poder y la realización de sus objetivos particulares. El devenir del conflicto y los cambios en los sistemas de alianza van a estar relacionados de manera directa con el modo de desarrollo, sobre todo en su dimensión distributiva.
El devenir del conflicto y los cambios en los sistemas de alianza van a estar relacionados de manera directa con el modo de desarrollo, sobre todo en su dimensión distributiva.
Un primer desplazamiento a tener en cuenta es el que hace el sector agroexportador, que pasa de una posición subordinada, con cierto acuerdo tácito o resignado a su rol de proveedor de divisas durante los primeros años de la posconvertibilidad; a un enfrentamiento directo con el gobierno y un nuevo rol de liderazgo al interior de los sectores que comenzaron a rechazar el rumbo que había tomado la economía. Otro desplazamiento importante es el de la UIA, que luego de la crisis de la regulación fue abandonando paulatinamente su rol de liderazgo en el consenso productivo para terminar acercando posiciones con la AEA y los sectores agropecuarios, reclamando mayor previsibilidad, seguridad jurídica, y la necesidad de disminuir la presión fiscal y los costos salariales. Estas modificaciones en el posicionamiento de la UIA fueron cruciales en la desarticulación de la hegemonía del bloque productivo y nos permiten señalar una paradoja llamativa: por decisión propia, la UIA fue el sujeto necesario pero ausente en el plan desarrollista y anti-neoliberal, basado en la expansión de la industria y el mercado interno, que proponía el discurso del gobierno para los años posteriores al conflicto agropecuario.
La doble alianza con los sindicatos, por su parte, comenzaría a debilitarse con la exacerbación de los conflictos distributivos a partir del año 2008, y terminaría por romperse por diversas razones. En principio, el vínculo con la CGT encontraría un límite a finales de 2010. Primero, debido a las diferencias en torno al armado electoral para las elecciones presidenciales del 2011, en las cuales Moyano pretendía ocupar un lugar en la dupla presidencial de candidatos del FPV, al mismo tiempo que el gobierno empezaba a darle prioridad a los organizaciones políticas nucleadas en Unidos y Organizados. La segunda razón estuvo relacionada con problemas distributivos: durante la segunda etapa de la regulación, el aumento de la presión fiscal por parte del Estado había terminado por afectar al segmento de los ingresos más altos de los asalariados vinculados a esta central, vía impuesto a las ganancias. Esta cuestión, junto con la creciente inflación y el estancamiento del salario real de los trabajadores, pasaron a ser los principales reclamos de la CGT hacia el gobierno. Por su parte, la CTA atravesó un proceso de fractura interna entre los sectores que mantuvieron su apoyo al gobierno y aquellos que se lo quitaron. El sector que se alejó fue liderado por Pablo Micheli y era parte de un armado político que nucleaba a partidos de izquierda y a movimientos sociales que impulsaban la restitución de los aportes patronales y la participación de los trabajadores en las ganancias de las empresas, el 82% móvil para las jubilaciones, y la reducción del trabajo precario en el sector privado y público. Similar fue la fractura entre los movimientos sociales: en gran medida se mantuvieron cercanos al kirchnerismo, pero algunas organizaciones se distanciaron durante el contexto de crisis y restricción externa posterior, para mantener una relación más tensa y conflictiva con el gobierno, sobre todo por su disconformidad con el reparto de recursos otorgados por las políticas sociales y laborales.
Estas transformaciones en las alianzas que le dieron forma al modo de desarrollo muestran una cierta analogía con los cambios en las estrategias de construcción de poder del gobierno y su correlación de fuerzas con otros agentes socio-económicos. Hay un recorrido que lleva de una lógica de los consensos, cuyos ejemplos más notables son la transversalidad, la concertación plural y los acuerdos del bicentenario; a una lógica de repliegue y construcción desde adentro, que descansa en la militancia política considerada leal y convencida, antes que en los intentos de alianzas con agentes externos. Es importante remarcar aquí que estos cambios en las formas de construcción política no tienen que ver solo con estrategias y decisiones propias del gobierno; sino con los límites impuestos por las decisiones y estrategias de otros agentes socio-económicos. El segundo modo de desarrollo del período kirchnerista, que se abre luego del conflictivo bienio 2008-2009 y llega hasta el 2015, va a estar sostenido cada vez más en esta nueva base social.
En efecto, el modo de desarrollo cambia en el 2009. Luego de ese año de inflexión, que generó un menor dinamismo en la economía a partir de los desequilibrios surgidos en el sector externo, la política redistributiva emprendida por el gobierno se convirtió en el motor principal del modo de desarrollo, desplazando a la estabilidad de las relaciones salariales en el contexto de una economía virtuosa y creciente que había dejado de ser tal. No queremos decir que la política redistributiva del Estado no haya existido con anterioridad, pero sí que en el nuevo modo de desarrollo ocupa un lugar central: a partir de entonces, el Estado mantuvo prestaciones clásicas de tipo benefactor, a las que sumó nuevas transferencias que impactaron de lleno en la puja distributiva, financiadas por el aumento de la presión fiscal, el gasto social e intervenciones vinculadas a la re-estatización de sectores clave. Un ejemplo claro de este viraje es la re-estatización de las AFJP, decisión que tuvo un doble efecto, económico y simbólico, porque si por un lado sirvió para llevar adelante las medidas anti-cíclicas que contrarrestaron los efectos de la crisis financiera global y las políticas redistributivas características del segundo momento de la regulación –REPRO, AT, AUH, PROGRESAR, etc.– el efecto simbólico consistió en que se remplazaba el sistema de capitalización y ahorro individual de los ’90, por uno basado en la solidaridad social y la equidad distributiva. En esta dimensión simbólica ya podemos entrever el carácter ideológico de estos procesos económicos, pero volveremos sobre esto más adelante.
Durante esta segunda etapa del modo de desarrollo, la caída de la actividad económica global que retrajo la salida de bienes exportables argentinos, combinada con la creciente demanda de importaciones de una industria nacional en crecimiento, terminó por reeditar el viejo problema de la restricción externa. Problema que se agravó debido al aumento de la extranjerización de la economía y la fuga de capitales, y por los nuevos inconvenientes que trajo la crisis energética que a partir de 2011 empezó a dejar un saldo comercial negativo en el sector. Este nuevo contexto de restricción externa renovó el histórico poder de veto frente al modo de desarrollo que tenían los agentes económicos generadores de divisas, que lo usaron para proteger sus históricos privilegios frente a un régimen de desigualdad claramente redistributivo y progresivo.
La disputa en torno al modo de desarrollo estuvo cada vez más sumergida en el universo de sentidos que se abrió a partir del quiebre que significó el conflicto entre gobierno y campo, y que estuvo claramente ligado a los debate sobre los límites de la redistribución, las resistencias a ese proceso, y aquello que se considera justo o injusto en un proceso de desarrollo. Pero a pesar de las disputas crecientes en torno al modo de desarrollo y los cambios que se sucedieron, la tendencia del régimen de desigualdad durante los años kirchneristas se mantuvo siempre progresiva, sostenida primero por las relaciones salariales estables en una macroeconomía virtuosa y luego por la intervención redistributiva del Estado.
Estas tendencias se invirtieron con la llegada de Cambiemos al poder y la instauración de un modo de desarrollo basado en lo que podemos llamar neoliberalismo punitivo. Con esto, queremos decir que a los clásicos postulados del Consenso de Washington que el gobierno persiguió, se sumaron componentes xenófobos, discriminatorios y conservadores que coincidieron con el aumento del autoritarismo social a nivel global. A grandes rasgos, la concepción económica del macrismo se basó en la idea de liberar las fuerzas del mercado y retraer lo más posible la “interferencia” que podría generar la intervención estatal. Dentro de esta concepción general, tuvieron una especial importancia la disciplina fiscal y el recorte del gasto público, en especial los subsidios al consumo y la producción de las empresas. También fue central la idea de desregular y liberar los mercados para generar una mayor competencia económica y buscar un reacomodamiento general de la economía en el que sólo pudieran sobrevivir aquellos sectores de mayor competitividad. Ligado a esto último, se ensayó una política de contención del aumento de los salarios con el objetivo de abaratar costos de producción. En definitiva, se trató de generar una regresión en la distribución del ingreso y la riqueza hacia los sectores más acaudalados, con la esperanza que esa acumulación se transformara en nuevas inversiones, cosa que nunca sucedió.
...se trató de generar una regresión en la distribución del ingreso y la riqueza hacia los sectores más acaudalados, con la esperanza que esa acumulación se transformara en nuevas inversiones, cosa que nunca sucedió.
El modo de desarrollo que emergió durante el macrismo estuvo sostenido por una alianza social que incluyó varios agentes socio-económicos de relevancia. En primer lugar, debemos mencionar a los grandes empresarios nacionales con monopolios de mercado y capacidad exportadora, entre los que se encontraban los grandes industriales y productores agropecuarios. Este sector de la base social del macrismo surgió de los reacomodamientos sociales que tuvieron lugar después de la ruptura del bloque productivo de la primera etapa kirchnerista. En efecto, aquí encontramos a los agentes nucleados en mayor medida en la AEA y las patronales del campo; y en menor medida en la UIA.
Pero una de las cuestiones más llamativas con respecto al bloque social que sostuvo al macrismo fue la aparición de nuevos agentes socio-económicos que antes no estaban y la reaparición de agentes que habían tenido un gran poder durante la Argentina de los ’90. Entre los primeros podemos mencionar al nuevo empresariado startupero vinculado a la rama de servicios tecnológicos y los unicornios argentinos, representantes del último giro ideológico del neoliberalismo que vincula meritocracia, libre mercado y “economía del conocimiento”. Este fue una de las tónicas que el macrismo buscó imprimirle a su gestión: el incentivo y el vínculo cercano con empresarios jóvenes, innovadores y emprendedores que le dieran a la economía argentina un perfil más tecnológico y de conocimiento, pero partiendo del sector privado antes que la inversión estatal. Aquí podemos incluir a empresas como Mercado Libre, Globant, Despegar y OLX. Entre los segundos, podemos mencionar a las empresas energéticas, que se vieron beneficiadas por las políticas de actualización de los subsidios; la banca privada, uno de los agentes que más ganaron a partir de la desregulación financiera; y por último, acreedores externos y FMI. De este modo, durante el macrismo, los agentes externos poseedores de deuda argentina volvieron a ocupar un rol central en la disputa por el modo de desarrollo.
Como resultado, el modo de desarrollo que transitamos durante el macrismo se caracterizó por un régimen de desigualdad profundamente regresivo, tal como habíamos visto en el gráfico N°1. A grandes rasgos, el aumento de la desigualdad en los últimos cuatro años puede ser explicado por la interacción de al menos cuatro elementos: el proceso inflacionario, que para todo el período del macrismo alcanzó un promedio anual cercano al 42% y se estima que el acumulado total pudo haber superado el 170%, lo que afectó gravemente el poder adquisitivo de los trabajadores, más teniendo en cuenta que la puja distributiva se resolvió en favor de los grandes empresarios; la instauración de una bicicleta financiera y tasas de interés exorbitantes que vaciaron de recursos a la economía real y favorecieron a los capitales especulativos; el creciente endeudamiento externo, que alcanza unos MUSD 283.600 al segundo semestre del 2019; endeudamiento que sirvió sobre todo para financiar la fuga de capitales, que para todo el período del gobierno de Cambiemos llegó a una cifra acumulada de MUSD 82.100 lo que significa un 456% más que el total acumulado para el período 2012-2015 (OPP-UNDAV, 2019).
III. La dimensión ideológica en la disputa por el desarrollo
En apartados anteriores mencionamos que los cambios en el modo de desarrollo se comprenden mejor cuando lo abordamos como un emergente del conflicto social, y que en tanto tal, solo puede sostenerse en el tiempo a partir de una determinada correlación de fuerzas y una base suficiente de agentes socioeconómicos que le den legitimidad. Ahora bien, en cierta medida, esa legitimidad se basa en la aceptación de ideas normativas acerca de lo que debe ser y como se llega al el del desarrollo que se vuelven dominantes durante un período dado. Evidentemente, las acciones y estrategias que ponen en juego los agentes socio-económicos en los conflictos sociales que le dan forma a un modo de desarrollo, no solo dependen de sus intereses específicos, sino que están ancladas a estas ideas. Algunas de esas ideas son clásicas en los debates económicos de nuestro país, y se vinculan a teorías como las de las ventajas comparativas, la apertura económica al exterior y el incentivo a la productividad; o a la ISI, la protección industrial y la ampliación del mercado interno y el consumo popular. También podríamos mencionar la discusión acerca del avance tecnológico y cuál es el sector que debería liderarlo: el Estado a través de la ampliación de un complejo tecnológico productivo o el sector privado a través de capitales “ángeles” que financien a emprendedores innovadores. Otras, en cambio, están vinculadas al rol del Estado en la economía y hasta qué punto su intervención redistributiva es aceptable. En fin, ideas que forman el núcleo de sentido de los diversos modelos de desarrollo que los agentes socio-económicos ponen en juego en la disputa por el modo de desarrollo.
Uno de los aspectos más importantes de esta disputa tiene que ver con la dimensión distributiva del modo de desarrollo, es decir, su régimen de desigualdad. En este sentido, Piketty (2019) sostiene que los regímenes de desigualdad se caracterizan por un conjunto de mecanismos institucionales y discursos más o menos coherentes que buscan justificar y estructurar las desigualdades económicas, sociales y políticas de una sociedad dada durante un tiempo determinado. Nosotros podríamos agregar que partir de la instauración del Estado de Bienestar, en principio como salida a la gran crisis norteamericana del ’30 por medio del new deal y luego extendido como capitalismo dominante durante la posguerra, asistimos a la coexistencia conflictiva de dos modelos de justicia distributiva: la justicia social y la justicia de mercado. Tanto la historia del capitalismo durante el siglo XX y el actual resurgimiento del autoritarismo devenido en neoliberalismo punitivo, como la coyuntura política y económica de la Argentina reciente, pueden abordarse desde esta dicotomía.
La justicia de mercado es el criterio de justicia distributiva a partir del cual se piensa lo justo como un emergente de la repartición de los resultados de la producción social en función de las prestaciones individuales realizadas por los individuos en el mercado, expresadas en sus precios relativos. El criterio de recompensa y jerarquización social es el desempeño de las personas medido en su productividad marginal. En el modelo de justicia social, en cambio, lo justo está determinado por normas establecidas políticamente de manera colectiva antes que por contratos entre privados en el mercado. Por lo tanto, sigue una concepción colectiva de justicia, imparcialidad y reciprocidad, a partir del reconocimiento de derechos civiles y humanos, cuyos ejemplos tradicionales son el acceso a la salud, la seguridad social, la participación en la vida de la comunidad, la protección del empleo y la organización sindical (Streeck, 2016; Prestifilippo y Seccia, 2019).
En la justicia social, la justicia se piensa como el resultado de una construcción social, por lo tanto, se constituye en el conflicto y está sujeta a cambios históricos. Lo que es justo socialmente surge de la movilización política y se regula a través de instituciones sociales formales. Todo esto, por lo tanto, está mediado por el contacto permanente con el otro, reconociendo sus carencias y necesidades. En la justicia de mercado, en cambio, la justicia es concebida como el resultado de reglas de orden general que son a-históricas y socialmente descontextualizadas: se basa en la teoría económica ortodoxa según la cual el mercado recompensa productividades y asigna precios que representan el punto de equilibrio del mercado, o lo “justo”. Por esta razón, la justicia de mercado se presenta como una justicia natural en la que el contacto con otros se reduce a la competencia en el mercado. De ahí que los discursos que impugnan la justicia social como un modo de “ensuciar” el libre juego de las fuerzas del mercado, sean también aquellos que resaltan valores como el mérito, el individualismo o la aversión a la intervención redistributiva del Estado.
...los discursos que impugnan la justicia social como un modo de “ensuciar” el libre juego de las fuerzas del mercado, sean también aquellos que resaltan valores como el mérito, el individualismo o la aversión a la intervención redistributiva del Estado.
Una de las consecuencias de la expansión del neoliberalismo desde los ’70 en adelante es la hegemonía de la justicia de mercado y el consiguiente aumento de las desigualdades que produce. La desigualdad es una de las formas primordiales de las relaciones en los mercados desregulados. Si la exigencia es un individuo cada vez más competitivo, esa competencia no tendría sentido sin un amplio nivel de desigualdad que le permita, al menos en el nivel imaginario, ocupar posiciones en la jerarquía social que lo diferencien de los demás y justifiquen los esfuerzos. Por eso mismo, la ideología neoliberal de competencia y responsabilización absoluta, termina por rechazar criterios de justicia otros que los del mercado. En suma, tal como dice Paula Canelo (2018) el neoliberalismo se basa en la idea de que las sociedades pueden fundarse en la desigualdad.
El avance de la lógica neoliberal y la absolutización de los valores de mercado a todas las instancias de la vida humana, incluso hasta ocupar el “alma de los ciudadanos” conlleva, entre muchas otras consecuencias, a un creciente malestar social con las políticas redistributivas del Estado. En este sentido, para que una distribución regresiva como la que tuvo lugar en Argentina durante los años del macrismo efectivamente se produzca, no solo es necesario un gobierno de corte neoliberal que la lleve adelante, sino también la legitimación por parte de un amplio sector de la sociedad que acepta y toma como propio el criterio de justicia de mercado que justifica desde las bases esa distribución regresiva del ingreso.
A partir de lo dicho hasta aquí, observemos los datos presentados en el gráfico N°2. El nivel de desacuerdo con la intervención redistributiva del Estado y las políticas destinadas a la reducción de las desigualdades alcanzó en 2019 su máximo histórico para Argentina, alcanzando un 15%. Pero la tendencia ha sido, ya desde el 2008, la de un incremento de las posiciones que están a favor de la justicia de mercado. Al principio de la serie que muestra el gráfico, precisamente en el año donde se desata el conflicto entre gobierno y patronales agropecuarias en torno a las retenciones a la exportación de granos, la aversión a la intervención redistributiva del Estado era baja, llegando al 5,6%. Sin embargo, en el 2010 casi se duplica y llega al 10,9%. Es posible que este aumento se deba a los efectos en el corto plazo del conflicto entre gobierno y “campo”, ya que fue a partir de ese momento en que empezaron a aparecer con más fuerza los sentidos comunes anti-distributivos. Luego, en el 2012, el nivel de desacuerdo vuelve a caer al 5,0%, movimiento que es acorde al éxito que tuvieron las políticas anti-cíclicas del gobierno para contener los daños de la crisis financiera internacional. Pero luego de ese momento, y con la perpetuación de la crisis, las resistencias a las políticas que buscan reducir las desigualdades no pararon de aumentar.
Gráfico N°2. Desacuerdo con la frase “El Estado debería implementar políticas fuertes para reducir la desigualdad”, 2008-2019. (en %)
Fuente: Americas Barometer
Podemos sostener ahora que la coyuntura política y económica actual de nuestro país, en la que son dominantes los imaginarios sociales que expresan una profunda aversión a la redistribución de los ingresos y la riqueza, es el corolario de los sentidos y los discursos sobre la justicia distributiva que se gestaron al fragor de los conflictos del bienio 2008-2009. Estamos hablando de un largo período que culmina con el aumento de la desigualdad durante el macrismo, y cuyo régimen de desigualdad fue la expresión de esa tendencia creciente en la demanda de una igualdad meramente de oportunidades, una retracción en el rol distributivo del Estado y una justicia distributiva basada en los mecanismos del libre mercado. Finalmente, podemos decir que en los últimos años, estas posiciones ideológicas a favor de la justicia de mercado se apoyaron en los discursos sobre la importancia del esfuerzo individual, la meritocracia y la desigualdad como un incentivo a la productividad; y que se articularon de manera íntima con el aumento del punitivismo y el autoritarismo social que se registró no solo en Argentina, sino a nivel global.
Conclusiones
En la Argentina reciente, luego del momento de alta conflictividad y quiebre político-social que significaron los años 2008 y 2009, asistimos una intensificación de la disputa por el modo de desarrollo. En líneas generales, podemos decir que a un modelo neoliberal, basado en la idea de aumentar la competitividad vía reducción de costos de producción, liberar el mercado y la competencia externa, y lograr una redistribución regresiva hacia los sectores de mayor poder económico buscando un mayor nivel de inversiones, se opone una modelo en que es el Estado el que guía los procesos económicos, planifica la economía, interviene allí donde hay inequidad y hace las inversiones de riesgo cuando la especulación privada prefiere no hacerlas. Al interior de esta disputa, una de la dimensión que aparece con más fuerza es la distributiva, poniendo en juego la legitimidad de los regímenes de desigualdad, y de esa manera, de los diversos modos de desarrollo. Con respecto a esto, hay que ser claros: nuestra conclusión es que más allá de las modelos de desarrollo y las disputas por el modo, en esta dimensión, la sociedad argentina se caracteriza por una legitimación amplia de la justicia de mercado como modelo distributivo para la asignación de recursos y distribución de los ingresos. Esto quiere decir que el modelo de justicia distributiva del neoliberalismo es dominante y hegemónico hoy en día, y esto genera lo que algunos autores llaman el “cuello de botella ideológico” (Garriga, Ipar y Wegelin, 2018).
...el modelo de justicia distributiva del neoliberalismo es dominante y hegemónico hoy en día, y esto genera lo que algunos autores llaman el “cuello de botella ideológico”
Durante los últimos años, las posiciones más extremas a favor de la justicia de mercado tendieron a articular de manera fuerte con posicionamientos más autoritarios, punitivos y anti-democráticos. La articulación de estas posiciones no se da solo porque compartan ideas que rechazan la intervención estatal en el mercado, o porque sostengan los mismos argumentos sobre el “correcto” funcionamiento de la economía; también están asociadas a las sensibilidades y afectos que el neoliberalismo como proyecto de sociedad incentiva, y que en la práctica, justifican el uso de la violencia y la discriminación de tipo racista y xenófoba hacia un otro que se considera beneficiario de la redistribución progresiva del ingreso por parte del Estado. Este otro, cuando se lo llena de sentido concreto más allá de la abstracta redistribución de los recursos, resulta ser el “negro de alma” o “planero” en Argentina, el indígena o la “chola” en Bolivia, el “favelado” en Brasil.
En este sentido, es interesante observar que el clima político-cultural que se abrió luego del triunfo electoral del macrismo en 2015, clima cultural que aportó las narrativas e imaginarios sociales que justificaron el brutal proceso de redistribución regresiva del ingreso, fue la consecuencia de la nueva legitimación que obtuvieron los discursos anti-pobre, anti-distributivo, autoritario y anti-democrático para expresarse en la esfera pública con cierto aire de autoridad moral. Esos discursos no aparecieron de la nada, sino que empezaron a tomar mayor fuerza a partir de la disputa por el modo de desarrollo que se abre en la coyuntura de los conflictos sociales del bienio 2008-2009. No queremos decir que las posiciones anti-distributivas no hayan existido con anterioridad, pero sí que a partir de ese momento empezaron a articularse con nuevos actores políticos que luego gestaron el frente neoliberal que termina llegando al poder en el 2015. Si en ese momento de conflicto entre campo y gobierno, la crítica anti-distributiva se centró en la intervención del Estado en la economía a través de las retenciones, medida que era vista como una distorsión del “buen funcionamiento” del mercado y una especie de saqueo de la riqueza generada por el sector agro-exportador; luego, esos discursos habilitaron desplazamientos de sentido que terminaron en una crítica y una oposición abierta a toda intervención estatal.
Para cerrar, es preciso tener en cuenta que más allá del triunfo electoral de Todos, que avizora un retorno de políticas progresivas de redistribución del ingreso mediantes las cuales es posible un retorno a la tendencia de reducción en las desigualdades, de ninguna manera se puede pensar en un cambio cultural acorde al proceso político-electoral: la justicia de mercado sigue siendo, en el imaginario social de los argentinos, el modelo adecuado para la asignación de recursos y la distribución de la riqueza.
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[1] El coeficiente GINI, ideado por el italiano Corrado Gini a principios del Siglo XX es una medida de la desigualdad que oscila entre los valores 0 y 1, expresando 0 la igualdad total y 1 la máxima desigualdad.