La agenda pendiente: desafíos del desarrollo para Argentina y la región

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La agenda pendiente: desafíos del desarrollo para Argentina y la región


Por: Arturo Trinelli
Tramas trinelli-portada La agenda pendiente: desafíos del desarrollo para Argentina y la región  Revista Tramas

Introducción

En la vasta literatura sobre desarrollo económico, abundan los debates respecto del grado de relación existente entre el desarrollo de un país y su estructura productiva. Asumiendo que la estructura productiva de una nación nunca es neutral, sino que expresa la cristalización de una puja de intereses entre diversos sectores donde unos prevalecen sobre otros, es de esperar que su orientación predominante se asocie a una determinada concepción del desarrollo, campo en el cual diversas escuelas de pensamiento han discutido durante décadas.

En efecto, diversos analistas se han preguntado en qué sectores deberían especializarse los países para dar el salto al desarrollo. Algunos se han centrado en destacar las “ventajas comparativas” de cada uno, y, por lo tanto, asumir que su especialización debe priorizar “lo que ya saben hacer”: en general, esto refiere a la producción de materias primas por la importante dotación de recursos naturales de los que dispone la mayoría, circunstancia que los volvería mucho más competitivos que si se dedicaran a la industrialización,        donde son claramente deficitarios. En la Argentina, dicho debate está muy presente en la agenda pública- especialmente en este 2023, año electoral – y de su resolución se define en gran medida el modelo de país que se quiere impulsar. Éste ha sido eje de no pocos enfrentamientos discursivos entre fuerzas políticas  más pro industrialistas y otras que entienden que es inútil ensayar procesos de transferencias de ingresos del sector agrario al industrial, en tanto ello supone un esfuerzo fiscal que deteriora las cuentas públicas, distorsiona los precios relativos de la economía y conduce a crisis recurrentes. Mucho más recientemente, han prevalecido esfuerzos por salir de ese extemporáneo debate (“campo vs industria”) y poder encontrar complementariedad entre ambos sectores, dotando a la producción agropecuaria de contenido industrial e incorporación de ciencia y tecnología, y la vez complejizando el sector industrial mediante el estudio de cadenas de valor y el trazado de eslabonamientos “aguas abajo” de la producción.

 

Los debates, en debate

La literatura de las Ciencias Sociales reconoce algunas escuelas de desarrollo que luego han dado lugar a múltiples debates y agendas de investigación. En ello, hay abundante literatura, entre las cuales destacan aportes de Esteban Serrani (2012) y, más recientemente, varios de los documentos de trabajo que elabora Fundar (2020), que han sistematizado el concepto y presentado múltiples perspectivas.

En el contexto de descolonización propio de la década del ’40 en buena parte de Asia y África, la llamada teoría económica del desarrollo dominó buena parte del debate dentro de la disputa por la hegemonía a nivel mundial entre los bloques triunfantes de la posguerra: Los Estados Unidos y la Unión Soviética.

Allí, encontramos trabajos fundantes de la disciplina, como el de Rosenstein-Rodan publicado en 1943, con un enfoque dirigido principalmente a proponer políticas que permitan al sistema capitalista de producción a una masa considerable de seres humanos asentados en zonas dedicadas a la producción agraria en el este y sudeste de Europa, a partir de la implantación de todo tipo de industrias, exceptuando la industria pesada. Para este autor, la industrialización es sinónimo de desarrollo económico: los países desarrollados son aquéllos que han podido expander su estructura industrial, mientras que las naciones pertenecientes a lo que denomina “áreas internacionales deprimidas”, carecen de dicho desarrollo y tienen población agraria excedente. Para estas áreas, la única manera de avanzar en una industrialización creciente, radica en la necesidad de contar con una planificación integral centralizada, llevada adelante por los países que participan del bloque capitalista (Rosenstein-Rodan).

A su vez, el estructuralismo también se constituiría como una pieza clave de la teoría económica del desarrollo en aquellos años, y es en Latinoamérica donde surgen sus principales aportes. Los exponentes más destacados de esta corriente fueron Raúl Prebisch y Hans Singer, y esencialmente sus ideas se orientaron a mostrar cómo los beneficios generados por el comercio internacional se dirigen mayoritaria y crecientemente a los países industrializados, denominados centro mundial- en contraposición a los países de la periferia- a partir del fenómeno del deterioro en los términos de intercambio.

Los conocidos como clásicos de la teoría del desarrollo tenían una coincidencia básica: la idea de que, en las áreas subdesarrolladas, la industrialización requería de un “esfuerzo deliberado, intenso, guiado” (Hirschman) que asumió diferentes nombres: el take-off o despegue de Rostow (1956) y el big-push o gran empuje de Rosenstein-Rodan (1957).

Rosenstein-Rodan es conocido por plantear, dentro de esta perspectiva, la necesidad de consolidar un “crecimiento balanceado”, es decir, la materialización de inversiones simultáneas en diversas ramas productivas capaces de crear su propia demanda, para lo cual se requiere una planificación estatal centralizada.

Por último, resulta interesante en Rostow la idea del “crecimiento autosostenido”. Para el autor, la transformación económica y social que implica el desarrollo económico resulta en un período relativamente breve marcado por diferentes etapas (de hecho, la obra por la que se hizo mundialmente conocido se denomina “Las etapas del desarrollo económico” y data de la década del ’60), de la primera marcada por la sociedad tradicional, donde la estructura económica se desarrolla dentro de una serie limitada de funciones de producción, y la quinta, marcada por el “alto consumo en masa” derivada de un despegue económico dado en algún momento. Su enfoque, por lo tanto, radica en dos cuestiones: su explicación del subdesarrollo como un problema de estadios históricos por los que atraviesan necesariamente todos los países, y la definición del desarrollo como el simple efecto de procesos naturales de políticas convencionales que tienden a elevar los niveles de ahorro y productividad por habitante, sin cambios profundos en la estructura económica ni necesidades de alternar las relaciones de dominación y dependencia de la que se refuerza el subdesarrollo.

Ya en los ’70, una perspectiva que quizás nos resulte más familiar- por el elevado nivel de aceptación que tuvo en muchas de nuestras naciones sudamericanas- reside en la que podríamos caracterizar como “neoliberal”. Desde este enfoque, la estructura productiva que caracteriza a los países de Latinoamérica debe reorientar su inserción en la división internacional del trabajo. Así, éstos deberían especializarse solamente en aquello en donde verifican ventajas comparativas, fundadas en la abundancia de sus recursos naturales. Esta visión, asimismo, supone que, dada la concentración del poder en los mercados y en los países desarrollados, Latinoamérica carece de la capacidad decisoria necesaria para trazar su sendero de desarrollo, industrializarse, participar plenamente en la revolución científica y tecnológica y, por lo tanto, establecer una relación simétrica no subordinada con el orden mundial. Por lo tanto, intentar dar ese salto conduce a esfuerzos improductivos que sólo dispersan el capital natural que reside en nuestras fuerzas productivas, y es la principal causa de procesos deficitarios y de estancamiento crónico.

En cambio, a nivel general, desde un pensamiento heterodoxo se ha sostenido que una condición necesaria para el desarrollo es la industrialización y la diversificación tecnológica de la matriz productiva. Podríamos decir que, en mayor o menor medida, todas las corrientes de pensamiento dentro del amplio campo de la heterodoxia comparten la idea de que las ventajas comparativas no son nunca estáticas sino que pueden ser tornadas en ventajas comparativas dinámicas a partir de la consolidación de un sendero de industrialización que implique procesos de aprendizaje y creación innovadora.

 

Los debates, hoy

Todas estas perspectivas forman parte de discusiones históricas sobre especialización productiva y modos de vincularse desde el comercio internacional. Éstas por lo tanto se encuentran permanentemente en discusión y debate. Desde luego, la preeminencia de unas sobre otras nos dice bastante respecto del modelo de país que ha predominado en cada etapa histórica, tal como decíamos en la introducción a la clase.

Sin embargo, y tal como manifestamos al inicio, es dable señalar también que la tensión “campo vs. Industria” rememora hoy un viejo debate sobre la especialización productiva del país, pero dice poco del presente de ambos sectores. En primer lugar, por el gran avance que en los últimos 30 ó 40 años han tenido los servicios, especialmente los financieros, que concentran capital y están extendidos en buena parte del territorio, pero que en aquél viejo clivaje no parecían tener lugar. Por otro lado, debido a que en la actualidad el nivel de tecnificación en el “campo” no admite asociación alguna con la configuración que éste asumía décadas atrás. En ese sentido, hoy hay desarrollos tecnológicos asociados a la producción agropecuaria que no permitirían encasillarla linealmente a un modo de producción atrasado o con nulo valor agregado.

Sofisticada maquinaria agrícola o desarrollo de patentes ligadas a agroquímicos para incrementar la productividad de la tierra y favorecer la rotación de cultivos, son algunos ejemplos que hoy no permiten una asociación tan lineal de la producción agropecuaria como una actividad económica de nulo valor agregado.

El foco de la transformación productiva siempre se ha puesto en la incorporación de progreso técnico en la industria, y en particular en la industria manufacturera. La visión tradicional sobre los sectores extractivos los considera apenas economías de enclave que, siendo intensivos en capital, generan pocos puestos de trabajo y magros encadenamientos productivos con el resto de la economía nacional. De allí que sectores como el minero o hidrocarburífero sean escasamente percibidos como plataformas desde el cual sea posible impulsar un proceso de diversificación industrial o disminuir las desigualdades. Estas perspectivas hoy están en discusión y en los últimos años han aparecido trabajos que revelan la potencia que tienen estos sectores para dinamizar el desarrollo y aportar divisas a la economía. En paralelo, la agenda internacional que se impone está ligada al cuidado del ambiente y a vincular ambiente y desarrollo en cada uno de los emprendimientos productivos a encarar.

Pero ¿qué entendemos por recursos naturales? Una explicación sencilla es que se trata de todo componente de la naturaleza susceptible de ser aprovechado por el hombre para satisfacción de sus necesidades. Son recursos que en su estado natural pueden servir para la contemplación (viento, sol, agua,) pero que interviniendo sobre ellos podemos obtener insumos indispensables para el desarrollo económico (energía eólica, energía hidráulica, minerales, hidrocarburos o alimentos), tanto para consumirlos como para comercializarlos. La intervención humana sobre los recursos naturales permite producir determinados bienes para vender en el mercado. Muchos de ellos son commodities, es decir, tienen valor de mercado y son transables. Asimismo, la globalización de las finanzas permite que muchos commodities actúen como activos financieros (oro, soja, trigo), utilizándolos como referencia para negociar contratos a futuro.

¿Qué le otorga a un recurso natural su carácter de “estratégico”? Esencialmente, podemos decir que son estratégicos porque son recursos valiosos a los que los Estados -y las empresas- deben acceder por razones de seguridad. Existe una creciente atención en el aprovechamiento y protección de tales recursos, tanto por parte de los países desarrollados, importadores de los mismos en grandes cantidades, como por parte de los países en vías de desarrollo, fuente de gran cantidad y variedad de tales recursos. A esto se le debe adicionar que son recursos finitos, por lo que su progresiva reducción, los altos costos crecientes en su explotación, el impacto del cambio climático y el aumento poblacional incrementan las tensiones en estas cuestiones. Y otra característica que le confiere a su denominación de “estratégico” tiene que ver con su accesibilidad y abundancia. Puede ser abundante pero de muy difícil acceso- ejemplo: los recursos no convencionales de Vaca Muerta, en la Patagonia Argentina- o, por el contrario, que sean de una accesibilidad menos compleja pero no de tanta abundancia.

 

La complementariedad productiva con China

Los enfoques más ortodoxos y más heterodoxos quedan claramente expuestos a la hora de situarnos en uno de los desafíos principales que tienen los países de la región en un contexto de globalización financiera y económica, que está marcado, como hemos mencionado, sobre el debate respecto a en qué deben especializarse. Algunos autores hablan de una “oportunidad” dada por la emergencia de naciones asiáticas, principalmente China e India, que encontrarían gran complementariedad productiva con los países latinoamericanos y su expansión aseguraría para Latinoamérica un persistente crecimiento en la demanda de materias primas derivadas de recursos naturales.

Recursos naturales, aquí y allá

No caben dudas que estamos atravesando lo que algunos analistas llaman una “revolución en el consumo de alimentos”, reflejada en la demanda constante de países emergentes con gran incidencia en el producto bruto mundial y un crecimiento vertiginoso de sus economías en los últimos años. Quienes mayor incidencia tienen en este proceso son las dos naciones más grandes de Asia, China e India. En los últimos diez años, los productos del reino vegetal fueron incrementando su participación en el total de exportaciones argentinas a China, pasando de un 8 a un 50%, por citar un ejemplo emblemático en ese sentido.

Algunos cambios estructurales en la composición socioeconómica de aquellos países permiten dar credibilidad a esos enfoques. Desde 2009, China ha sido la responsable de la entrada de aproximadamente 700 millones de personas a la clase media. Su creciente influencia en el consumo se manifiesta en la enorme evolución que ha tenido durante las últimas décadas: en 1990 representaba apenas el 1% y en 2015 ya llegaba al 37% de la población total. El crecimiento de la clase media china, por lo tanto, explica en parte el impulso a la demanda global de alimentos.

La clase media se define como aquella población cuyos ingresos per cápita oscilan entre los 11 y los 110 dólares por día. En la actualidad, según el Brookings Institute de los Estados Unidos, se encuentran dentro de esa categoría 3.200 millones de personas sobre una población mundial total de aproximadamente 7.500 millones. A su vez, en el próximo quinquenio se estima que alrededor de 160 millones de personas se agregarán cada año a la clase media, previendo para 2022 4.200 millones y para 2028 5.200 de personas en esa condición. Si bien la pandemia del COVID-19 puso un paréntesis en ese persistente crecimiento de la clase media a nivel mundial, todas las proyecciones indican que su expansión continuará, lo que también va a marcar un incremento en la demanda de energía.

Lo interesante de esas estimaciones es la concentración geográfica que tendrá ese crecimiento, que naturalmente no será proporcional en todos los países. En ese sentido, pues, casi un 90% de quienes accederán a esa categoría se encontrarán en Asia. India, que recientemente se ha consolidado como el país más poblado del planeta, liderará el crecimiento con la incorporación de 380 millones de personas hacia 2030, seguida de China con 350 millones. Con algo de amesetamiento respecto de los anteriores, lo que se prevé igualmente para los próximos años es muy significativo.

Durante los años ´60 y ´70, el crecimiento del consumo de la clase media en Norteamérica y Europa superó el 5% anual. Los cálculos del Brookings Institute estiman que en la actualidad el aumento en el consumo de la nueva clase media predominantemente asiática tendrá un crecimiento anual algo menor, de 4%, pero de todas maneras creciente como para darle impulso a la economía mundial.

Así, no caben dudas que Asia será una plataforma de persistente demanda de alimentos donde las naciones de la región sudamericana pueden encontrar mercado. A eso, podemos sumarle que la campaña mundial por parte de la dirigencia política china para que su país sea reconocido como “economía de mercado” promovió el criterio de expandir su frente externo e incrementar el flujo comercial con muchas naciones, en especial aquellas que le aseguraran el abastecimiento de alimentos que su cada vez más demandante población necesita*. En ese sentido, Latinoamérica cumple un rol esencial como proveedor.

Y esa importancia radica en la diversidad de sus recursos naturales, cuyo procesamiento permite la elaboración de productos primarios y manufacturas de origen agropecuario -esencialmente- que satisfacen la demanda de estas naciones y a la vez les permite abastecerse de divisas frente a la depresión del comercio exterior con las naciones del centro, muchos de las cuales sólo muy recientemente están empezando a salir de una prolongada recesión, al tiempo que el estancamiento que implicó la pandemia y la crisis desatada por la guerra en Ucrania abre muchos interrogantes respecto a la dinámica que dicha recuperación tendrá, especialmente por la falta de energía que pone en jaque el habitual ritmo de expansión industrial en naciones de Europa Occidental.

Claro que la dotación de recursos naturales en una y otra región es distinta. Por caso, la Argentina tiene reservas acuíferas 19 veces más importantes que Sudáfrica, 12 más que India, 10 más que China y 7 veces más grandes que el promedio mundial.

Además, dispone de una superficie cultivable por habitante 10 veces superior a la del gigante asiático, 4 veces la de la India y 3 veces mayor que la del promedio mundial. El contraste es mucho más significativo al considerar el peso demográfico de cada país, donde Argentina representa apenas el 0,6% de la población mundial frente al 21% que suponen los más de 1.600 millones de chinos.

Por otro lado, algunas de estas naciones, junto con otras de origen árabe, de gran crecimiento en los últimos años, cuentan con fondos soberanos de enorme liquidez administrados por el Estado, que impulsan inversiones sobre sectores estratégicos en terceros países, tales como hidrocarburos, minería y tierras.

La estimación de crecimiento actual del gigante asiático oscila el 5,2% para este año, según datos de S&P Global. Será de las pocas naciones emergentes con perspectiva de crecimiento, en un mundo que- según las últimas estimaciones del Banco Mundial- desacelerará su expansión del 3,1% del 2022 al 2,1% en este 2023.

La lista de sectores potencialmente vulnerables es extensa. Desde minas australianas hasta fabricantes alemanes, pasando por productores agropecuarios argentinos, que destinan un volumen importante de producción de soja allí. Así y todo, cabe tener en cuenta que una economía china creciendo aún a valores exiguos contribuye más al crecimiento de la demanda global que la expansión en cualquier otra economía.

Lo que queremos enfatizar aquí es que, para países con escasa diversificación de su estructura productiva y predominio de recursos naturales en su oferta exportable, desatender las oscilaciones de la demanda internacional, sin considerar la incertidumbre que recorre al mundo desde el estallido de la crisis, es perder perspectiva de cómo se irá configurando el comercio mundial en los próximos años.

Y es que si hay un sector que sufrió la desaceleración de China en forma más aguda, es la industria de los recursos naturales. El crecimiento estelar del país en la última década fue responsable del “super ciclo de los commodities” en el que los precios de éstos, desde el algodón hasta el cobre, aumentaron sostenidamente, mientras los productores luchaban para satisfacer la demanda voraz de China.

Por caso, la participación del gigante asiático en la demanda global de acero aumentó de 16% en 2000 a 41% en 2015; su participación en la demanda de níquel escaló de 6 a 45%. La locomotora que supone el crecimiento en un país de 1.600 millones de habitantes, como ya se dijo, hace que, por ejemplo, 5% del crecimiento de la demanda china se traduzca en 420.000 toneladas adicionales de consumo de cobre.

Chile, primer productor mundial de este metal, tiene todavía buena perspectiva de crecimiento en su sector minero, aunque el énfasis puesto en el desarrollo de la minería desincentive la producción industrial e induzca a que el país suscriba acuerdos comerciales con potencias industriales por las cuales, a cambio de unas toneladas de cobre, acepte importar todos y los más variados bienes. Aún así, la pujante actividad minera en ese país interpela a su vecino y con quien comparte la riqueza geológica de dónde obtiene la producción metalífera: mientras que durante 2022 Chile exportó por más de u$s 60.000 millones (13,2% de su PBI), Argentina lo hizo por u$s 3.655 millones, lo que representó un 4% de su PBI. De acuerdo con las proyecciones realizadas por la Secretaria de Industria de la Argentina, en el año 2030 las exportaciones mineras de la Argentina superarán los u$s 19.000 millones, con el litio y el cobre como productos principales.

China ya es el segundo principal origen de las importaciones de la región (16% del total, según estimaciones de la CEPAL) y el tercer principal destino de sus exportaciones (9% del total). Por su parte, la región también ha aumentado su importancia como socio para China: mientras en 2000 absorbía el 3% de las exportaciones totales de China y era el origen del 2% de sus importaciones, en 2015 su participación en ambos flujos ascendió a 6% y a 7%, respectivamente.

Parece claro que, entonces, la principal asignatura pendiente para nuestra región en su relación con el gigante asiático es la diversificación exportadora. Tan sólo cinco productos, todos primarios, representaron el 72% del valor de los envíos regionales al país asiático en 2022. En Argentina esa tendencia buscó revertirse en los últimos años por la vía de la consagración de nuevos sectores productivos (hidrocarburos- principalmente gas- metales y otros con grandes posibilidades, como el canabbis y el hidrógeno verde, por citar algunos) aunque la producción a mayor escala demandará ingentes esfuerzos económicos y prolongados consensos políticos.

La región puede plantearse como aspiración legítima un sendero hacia una estructura productiva más diversificada e integrada. Esto último significa, por una parte, integración a una economía mundial en proceso de creciente globalización con la irrupción en el mercado mundial de las grandes economías asiáticas, que combinan una amplia oferta de mano de obra, bajos costos y competencia para la localización de inversiones. Y, por otra parte, integración de segmentos significativos de la población y de las regiones que han quedado excluidas de los beneficios del crecimiento. A esto se agrega que la naturaleza global del crecimiento económico está cambiando, siendo fuertemente impulsado por el rol del conocimiento y la tecnología en la creación de nuevos productos con mayor valor agregado, por lo que aprendizaje, capacitación e innovación tecnológica resultan palabras clave para una política de desarrollo sustentable.

Los principales dilemas para la región

 

a.      Soberanía sobre los recursos

Cuando Lázaro Cárdenas, uno de los presidentes más reconocidos en México, dio por entonces un revolucionario paso al nacionalizar la industria petrolera en ese país hacia 1938, fue un hito no solamente para esa nación sino para toda Latinoamérica. Era la prueba de cómo un país saqueado por depredadoras potencias extranjeras había ejercido su derecho de propiedad sobre las riquezas del subsuelo.

La soberanía sobre los recursos naturales propios es un tema que recorre la historia de nuestra región. Una historia plagada de conflictos sociales por la tensión que provoca un capitalismo que, desde hace décadas, avanza hacia la apropiación privada de recursos naturales públicos en países emergentes. Dicha tensión se produce porque, en general, los países dueños de esos recursos carecen de capitales propios para explotarlos y, consecuentemente, deben entablar negociaciones con grandes corporaciones multinacionales que aportan financiamiento y know-how.

El curso de esas negociaciones ha revelado avances y retrocesos para muchos países a lo largo del tiempo. Durante los setenta, ochenta y noventa, la primacía del capital transnacional para disponer de esos recursos naturales gozó de una legislación benevolente en muchas de esas naciones, que entendían que, estimulando la exención impositiva y disponiendo de libre giro de utilidades, lucirían “amigables” a los mercados e intensificarían niveles de inversión en un contexto de gran liquidez internacional.

El agotamiento del modelo vigente durante el período 1933-1980, conocido como “industrialización por sustitución de importaciones” (ISI), había promovido las bases para emprender reformas estructurales que permitiesen cambiar el rumbo económico de América Latina y, aprovechando la situación de postguerra, dar el salto tecnológico necesario para modificar la inserción subordinada en la división internacional del trabajo que había caracterizado a la región durante todo el siglo XIX.

Pero entre los años ´70 y ´80, una serie de gobiernos no democráticos generaron un giro económico hacia el neoliberalismo (muy marcado en el caso argentino, aunque en otros, como Brasil, la dictadura no interrumpió el trazo grueso del proyecto económico desarrollista de gobiernos anteriores), entendiendo que el giro hacia una economía de mercado volvería más “previsible” y “confiable” a la región para la llegada de capitales externos. Esta situación se reforzó luego de la caída del Muro de Berlín, asumiendo que en décadas previas la excesiva regulación y protección estatal había generado incertidumbre y desestabilización económica. Cierto es también que el llamado “consenso desarrollista” que englobaba a todos los grandes teóricos de la escuela cepalina de los ’60 no había podido justificar la aproximación a la restricción externa en naciones con estructuras productivas desequilibradas (EPD) como las latinoamericanas. Siguiendo los intentos por industrializarse, este grupo de países requería ingentes esfuerzos en divisas que proveían sus sectores primarios más competitivos pero, expuestos a las oscilaciones en los precios internacionales y a la mayor o menor voluntad política de los gobiernos de turno por promover esa transferencia de ingresos de un sector a otro, ese proceso generaba muchas discontinuidades (ciclos de “stop & go”).

Así, en búsqueda de un modelo económico presuntamente más estable, abierto y liberalizado, orientado hacia América Latina, nace en 1989 el llamado “Consenso de Washington”, que ya hemos estudiado en extenso en el primer módulo de nuestro Diploma, donde se trató de formular un listado de medidas de política económica para orientar a los gobiernos de países en desarrollo y a los organismos financieros internacionales (Banco Mundial, FMI, Banco Interamericano de Desarrollo), que pudieran asistir a estas naciones ante la inminente crisis de deuda en muchas de ellas, estableciendo, supuestamente, un ambiente de transparencia y estabilidad económica.

En ese contexto, se diseñó todo un andamiaje legal -aún vigente- para proteger estas inversiones externas de la regulación de los Estados (Tratados Bilaterales de Inversión-TBI), y especialmente una institución internacional, el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), a cargo de intervenir en disputas derivadas entre estados nacionales y corporaciones extranjeras, creada por el Banco Mundial.

Muchas de las controversias elevadas a intervención del CIADI tienen que ver, precisamente, por diferencias entre corporaciones extranjeras a cargo de la explotación económica de los recursos naturales de un país, o por disidencias en la revocatoria de concesiones que afectan los plazos de los contratos, y las denuncias de ese Estado -dueño de los recursos- por desinversión o contaminación.

En el seno del CIADI, las empresas privadas litigan en igualdad de condiciones con las Naciones soberanas. Una rápida recorrida del curso de sus sentencias indica que de los 231 fallos cerrados del CIADI, sólo cinco son contra países industriales, uno con Alemania, otro con España y tres contra Estados Unidos. El resto son contra países en desarrollo y emergentes. El que más casos cerrados tiene es la Argentina, con 24; seguido por México, con 13 y Ecuador con 11.

b.     Oscilación de los precios internacionales

Más allá de las oscilaciones de los últimos tiempos, está claro que en la última década la tendencia alcista en la cotización internacional de algunas materias primas derivadas de recursos naturales producidos en América Latina, ha contribuido al crecimiento económico y a mitigar el peligro de la restricción externa en la región, es decir, el déficit estructural de divisas que, en mayor o menor medida, ha caracterizado históricamente a los países latinoamericanos. Por otro lado, además, desde una perspectiva subnacional, está claro que buena parte de la explotación de esos recursos naturales en cada jurisdicción, al menos en la Argentina, ha permitido ingresos fiscales para las provincias que hoy son realidades consolidadas y sin los cuales éstas perderían buena cantidad de montos que destinan a inversiones o gastos corrientes en sus territorios.

Todo país que no emite dólares sólo puede generarlos a partir de tres mecanismos principales: 1) el ingreso de capitales vía inversión; 2) el ingreso de capitales a través de endeudamiento externo y, finalmente, 3) el abastecimiento alcanzado mediante superávit en la balanza comercial (exportar más de lo que se importa). Si bien es importante para algunos países, la industria turística tiene todavía poca incidencia como fuente genuina de dólares para muchas de las naciones de la periferia y, además, es muy elástica a los niveles de apreciación/devaluación cambiaria. Una fuente de aprovisionamiento de divisas no menor para algunas naciones es también el envío de remesas.

Algunos países de la región resolvieron parcialmente durante décadas el cuello de botella que representa la falta de dólares, optando por la variante del endeudamiento externo, que permitía ciclos de crecimiento marcados por la mayor o menor disponibilidad de crédito en los mercados (los ya mencionados ciclos de “stop & go”) promoviendo breves ciclos de crecimiento con fuertes retrocesos ante el eventual cierre en el grifo de créditos o la aproximación a sus fechas de vencimientos.

En una economía muy abierta y ligada a las finanzas internacionales, tanta movilidad de capitales, lesionaban fuertemente el proceso de crecimiento y generaban abruptos procesos de endeudamiento externo.

Si bien, en general, se reconoce que continuarán elevados por mucho tiempo, cierto es que las oscilaciones en los precios de los principales productos de exportación latinoamericanos basados en recursos naturales no se fijan en la región, lo que vuelve el ingreso de divisas por exportaciones más aleatorio aún, en el sentido de que los países productores de materias primas no son formadores de precios.

Asimismo, éstos muchas veces se determinan por factores externos al dominio del hombre. Por ejemplo, una sequía prolongada en un país productor de soja puede hacer incrementar su cotización internacional al haber menos oferta. Por el contrario, una cosecha importante de una campaña en esa nación induce el precio a la baja por la mayor disponibilidad de oferta para abastecer la demanda. Consecuentemente, la disponibilidad de divisas para los países productores/compradores también puede verse alterada ante estos eventos extremos.

Eso hace que en momentos de caída en la cotización internacional de materias primas, algunos países deban incrementar los volúmenes de ventas para generar los ingresos suficientes que no pongan en riesgo las importaciones necesarias de insumos básicos para el desarrollo.

Tal es el caso de la Argentina desde por lo menos mediados de 2013 a mediados del 2016. Hoy el mayor aporte lo hace el aceite y los pallets de soja, siendo los principales productos de venta de este país, con 28,1% de incidencia del complejo oleaginoso en el comercio exterior argentino en 2022

Al margen de la especulación de muchos acopiadores, que retienen la cosecha a la espera de una recuperación del precio (perjudicando los ingresos fiscales del Estado), cierto es que una combinación de baja del precio de la soja y suba del petróleo, está produciendo un desfasaje medido en cuánta soja necesita exportarse para importar los mismos barriles de petróleo.

La soja medida en petróleo se encontraba en agosto de 2013 19,4% abajo del promedio de los últimos diez años, por la caída referida del precio internacional de la oleaginosa y un alza del valor del crudo a nivel mundial, que en la medida en que no haya combustibles alternativos que puedan reemplazarlo, o nuevas exploraciones que repongan las reservas que se van agotando, irá gradualmente incrementando su precio por tratarse de un recurso no renovable.

Así, mientras que en los últimos diez años la tonelada de soja permitía comprar 5,87 barriles de crudo, hoy la misma cantidad de oleaginosa permite adquirir 4,73 barriles. Desde enero a julio de 2015, el poder adquisitivo de la soja en términos de petróleo volvió a niveles de 2011, tras caer respecto del 2012, cuando la sequía en Estados Unidos derivó en un alza de precios del poroto, llevándolo al récord de u$s 650 la tonelada, mientras se registraba un incremento muy moderado de los precios del crudo. Y en la actualidad, lo dicho: la guerra en Ucrania ha encarecido significativamente los precios de la energía a nivel mundial, obligando en 2022 a países como Alemania a quemar carbón para reemplazar el faltante de gas. Esto abre una ventana de oportunidad para los países con reservas hidrocarburíferas como Argentina, con gas y litio como vectores claves de la denominada “transición energética” hacia fuentes renovables.

La importancia que tiene en países de estructura productiva desequilibrada como los de Latinoamérica, ir consolidando una matriz productiva diversificada que permita evitar las oscilaciones de los precios y una relación más simétrica entre exportaciones/importaciones, especialmente aquellos que no pueden sustituirse, como es el caso del petróleo, resulta estratégica e imposible de no considerar. En ese sentido, una manera de volver esta relación mucho más compatible a la estrategia de desarrollo regional sería diseñar un andamiaje legal e institucional que permita a las naciones latinoamericanas criterios comunes a la hora de negociar vínculos con corporaciones extranjeras encargadas de explotar los recursos naturales en sus territorios.

Un caso que ilustra el camino a recorrer en ese sentido lo marca el acuerdo argentino con la norteamericana Chevron para explorar, en asociación con la estatal YPF, hidrocarburos no convencionales en la zona de Vaca Muerta. Mientras que el Gobierno de la Dra Cristina Fernández de Kirchner de Argentina suscribió un convenio con la petrolera estadounidense para inversiones en esa área, que en un lapso determinado de tiempo buscaban apalancar gradualmente la recuperación de la soberanía energética del país, en Ecuador la empresa fue denunciada por contaminación ambiental y se la ha demandado por miles de millones de dólares. El Acuerdo, que fue eje de disputas por la publicación de los términos del contrato y las famosas “cláusulas secretas” que no se querían dar a conocer, tiene como elemento novedoso -y ciertamente celebrable para lo que suelen ser los tipos de asociaciones donde una de las partes resigna fiscalización en pos de ofrecer mejores “condiciones” para las inversiones- el hecho de que es YPF el operador y, por tanto, uno de los actores con responsabilidad en el resguardo del impacto ambiental que genera la explotación.

 

c.      El debate por el medio ambiente

El debate sobre la sustentabilidad ambiental en la explotación de los recursos naturales ya trasciende las fronteras y parece haberse instalado en la agenda regional. Es que la protección ambiental debe ser una dimensión clave en todo proceso de integración regional, en tanto no se puede alcanzar un desarrollo económico sustentable si el mismo no va acompañado de un cuidado intensivo del medio ambiente.

Hoy la incertidumbre que refleja la crisis que está dejando la pandemia en todo el mundo ha logrado minimizar ese debate, al punto de que los temas ambientales le han cedido protagonismo a las proyecciones de recuperación de la demanda que vuelvan a dinamizar la producción de explotaciones muy ligadas a la actividad económica, como son los hidrocarburos. Sin embargo, ya antes del parate que impuso la emergencia sanitaria, desde América Latina las exigencias y estándares ambientales para las prácticas productivas estaban muy instalados, más allá del problema de la fiscalización que, en naciones federales, tienen muchas veces en tensión los intereses de los diferentes niveles de gobierno.

Pero definitivamente las políticas medio ambientales se han ido introduciendo como un contenido transversal en el diseño de otras políticas, y cada declaración conjunta de los países procura siempre hacer mención al tema.

La hoy desmantelada UNASUR no era una agrupación de países basada estrictamente en lo comercial. Muy por el contrario, ya en el Preámbulo de su Acta Fundacional, los Estados miembros armaban su compromiso de construir una identidad y ciudadanía sudamericanas, y desarrollar un espacio regional integrado en lo político, económico, social, cultural, ambiental, energético y de infraestructura.

El compromiso se explica por la gran biodiversidad que compete a los países miembros. Entre otros recursos, el espacio natural que comprendía a UNASUR incluye el 27% del agua dulce del mundo, ocho millones de kilómetros cuadrados de bosque y dos océanos que bañan sus costas.

Dentro de los objetivos de la UNASUR, se incluye la protección de la biodiversidad, los recursos hídricos y los ecosistemas, así como también la cooperación en la prevención de las catástrofes y en la lucha contra las causas y los efectos del cambio climático.

Sin dudas, toda actividad humana que busque derivar de los recursos naturales bienes para ser comercializados, genera alteración en el medio ambiente. Desde luego que ese impacto no es el mismo para el caso de la obtención de energía de recursos renovables (sol, agua, viento) que para explotaciones a gran escala sobre la base de recursos no renovables. Por ejemplo, la pesca desmesurada y no planificada de especies fuera de temporada, que compromete los recursos ictícolas de un país y compromete su soberanía alimentaria.

O la utilización de fertilizantes y pesticidas para la producción agropecuaria con el objetivo de aumentar la productividad de la tierra y volver la cosecha más inmune a inclemencias del tiempo,de infecciones o depredadores, además de las tensiones sociales que produce una desmesurada expansión de la frontera agrícola, el desalojamiento de poblaciones originarias en la disputa por la tierra, y la emergencia de nuevos actores de la agroindustria que desplazan a pequeños productores.

Hay especialmente dos actividades económicas que están fuertemente cuestionadas desde el punto de vista de sus prácticas ambientales: por un lado, la minería a gran escala en explotaciones a cielo abierto, que requieren para la producción de determinados metales químicos altamente tóxicos que, sin un cuidado particular, pueden afectar seriamente los recursos hídricos que se utilizan y afectar la vida humana y animal de la zona donde operan. Por otro lado, la exploración de hidrocarburos, especialmente en la modalidad off -shore y en no convencionales.

En sentido amplio, independientemente de las actividades económicas de recursos naturales como minerales e hidrocarburos, lo cierto es que la licencia social que deben tener estos emprendimientos no puede ser descuidada, y a la hora de un análisis global sobre sus implicancias y consecuencias, la cuestión ambiental y la económica aparecen irremediablemente relacionadas, en tanto pareciera que las consecuencias ambientales tienen inevitablemente efectos económicos.

Hoy es dable reconocer que muchas empresas comprometen su prestigio si registran siniestros ambientales en los países donde operan. Buena parte de sus líneas de financiamiento dependen de los estándares con los que trabajen y puedan acreditar, dando por hecho que hay mucha más conciencia global sobre a importancia que implica mitigar lo más posible los impactos ambientales que puedan tener determinadas actividades económicas. Así y todo, velar por prácticas económicas compatibles con un medio ambiente sano requiere de un enfoque integral que tienda a disciplinar al capital transnacional que, en búsqueda de menores costos de producción, puede utilizar técnicas más baratas para la ejecución de sus proyectos.

Pero sobretodo supone para las agencias del sector público -administración pública centralizada, descentralizada y sociedades anónimas bajo injerencia estatal- el enorme desafío por disponer de capacidades estatales que estén a la altura de las circunstancias con, entre otras cosas, personal competente, información actualizada y disponible, y coordinación entre áreas.

 

Conclusiones

Atender los desafíos que plantea la soberanía integral de los recursos naturales involucra aspectos regulatorios, fiscales y de manejo macroeconómico, planificación estratégica, formulación e implementación de políticas públicas y gestión de conflictos socioambientales, entre otras funciones de gobierno, que demandan innovación institucional y fortalecimiento de la capacidad de gestión pública para aprovechar al máximo el beneficio social de la explotación de estos recursos.

En ese sentido, un desafío que asoma como inevitable, previendo en algún momento el agotamiento de ciertos recursos naturales no renovables, implica transformar ese capital natural no renovable en otras formas de capital perdurable (por ejemplo, capital humano, infraestructura productiva, y otras) que puedan sostener el ingreso nacional y el proceso de desarrollo más allá del ciclo de vida de esos recursos.

Históricamente, los países de Latinoamérica han tenido dificultades para traducir los períodos de bonanza exportadora de sus recursos naturales (agropecuarios, minerales e hidrocarburíferos) en procesos de desarrollo económico a largo plazo, con niveles de crecimiento estables que permitieran reducir drásticamente la pobreza y elevar el ingreso y la inclusión social de los sectores más vulnerables.

Dicho desafío exige construir los consensos políticos necesarios para que los Estados puedan canalizar la inversión de estas rentas efectivamente hacia inversiones en capital humano, innovación, desarrollo tecnológico e infraestructura productiva, y otras inversiones de largo plazo, resistiendo las presiones políticas de consumir los recursos extraordinarios en el presente.

De esta manera, pues, un tema pendiente en la región es revisar y fortalecer la institucionalidad, los marcos regulatorios y los instrumentos que permitan maximizar la contribución de los sectores de recursos naturales al desarrollo regional. Esto incluye el manejo de las rentas públicas derivadas de la explotación de estos recursos, que recibe el Estado a través del régimen tributario, y su distribución entre distintos actores y niveles de gobierno.

Por último, queda pendiente seguir de cerca la evolución de estas tendencias en una región que ha cambiado su orientación política, con la emergencia de gobiernos de centro derecha que, en algunos casos, han impulsado y continúan impulsando reformas y dando debates que en cierto punto se consideraban saldados. Ello dice bastante de los límites que tuvieron los progresismos latinoamericanos en los 2000 para promover cambios estructurales que se plasmaran en cuestiones concretas, independientemente de los avances verificados en la distribución del ingreso y los niveles de consumo de los sectores populares, especialmente en Argentina y Brasil.

Adicionalmente, bosquejar las consecuencias económicas a afrontar para el mundo post pandemia implica la necesidad de fuertes consensos políticos y alianzas robustas que puedan impulsar medidas que impliquen pronta reactivación.

Parecería que, en materia de recursos naturales y desarrollo económico, se necesitan políticas de estado que trasciendan a los gobiernos, donde un tema indiscutible sea aumentar los niveles de autonomía relativa del Estado respecto del capital transnacional, a quien por supuesto hay que garantizarle rentabilidad pero en condiciones de respeto por el ambiente y transferencia de tecnología y conocimiento. En ese sentido, se requieren de políticas públicas activas que puedan estar a la altura de una realidad cambiante y compleja, pero que tiendan siempre a aumentar los márgenes de soberanía de los Estados y la efectiva gobernanza sobre sus recursos naturales.

 

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