El problema de la pobreza en el subsuelo ideológico del libertarianismo contemporáneo

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El problema de la pobreza en el subsuelo ideológico del libertarianismo contemporáneo


Por: Lucas Reydó
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Introducción: ¿Qué es esto?

A la luz de la victoria del ballotage presidencial de la fórmula de Javier Milei y Victoria Villarruel por el partido de La Libertad Avanza el 19 de noviembre de 2023, son numerosos los análisis que se detienen en la interpretación de la emergencia de las nuevas derechas a nivel nacional, regional y mundial, en virtud de señalar su convergencia con las crisis económicas y sanitarias, así como con las modalidades de expresión subyacentes en el espacio público digital. 

Si bien estos análisis son coyunturalmente pertinentes, el objetivo de este ensayo es el de detenerse en el plano de la construcción ideológica de ciertas nociones del libertarianismo contemporáneo argentino, particularmente el concepto de pobreza, para comenzar a desenredar la trama que hace a una configuración ideológica que rápidamente podríamos dar en llamar neoliberalismo, pero cuyo epíteto pasaría por alto las dimensiones de desarrollo intelectual que hacen al proyecto político, cultural e ideológico libertario.

En este sentido, este trabajo pretende dar cuenta de las problematizaciones que el subsuelo ideológico del libertarianismo argentino contemporáneo hace de las nociones de pobreza, enfocándose más bien los referentes intelectuales de este movimiento político, en particular aquellos relacionados a la Escuela de Economía de Austria y al libertarianismo norteamericanos de 1950 en adelante.

El libertarianismo es una ideología que oscila entre el liberalismo clásico y los llamados anarcocapitalistas. Este espectro ideológico se revela en la contemporaneidad menos como una línea progresiva hacia un mayor dogmatismo de mercado que como una amalgama difusa de selecciones teóricas más bien arbitrarias que hacen al pragmatismo del discurso político. En este sentido, ha sido común escuchar al presidente referirse a sí mismo como el “heredero de Adam Smith”, pero a la vez sus repetidas citas a pensadores de la Escuela Austríaca como von Mises y Hayek, a la Escuela de Chicago como Milton Friedman y Robert Lucas, a la Escuela de Virginia (también conocida como la Escuela de la Public Choice) como James Buchanan y al libertarianismo emergente del 1950 en Estados Unidos de la mano de Murray Rothbard y Ayn Rand. Este grado de indeterminación ideológica permite de cualquier manera identificar una constelación ideológica que, con sus matices, apuntan hacia la naturalización del mercado como el único ente regulador de las relaciones sociales en un sistema de propiedad privada. Al mismo tiempo, esta indeterminación lo que le permite a los libertarios modular sus posturas de manera ambivalente con respecto a distintas problemáticas sociales.

En esta clave, aunque en primera instancia no cabría suponerse una cercanía ideológica entre las posturas conservadoras y la pregonería de la libertad absoluta, existen ciertos grados de convergencia que las hermanan antes que extrañarlas. Los principales exponentes del libertarianismo se autodenominan a la vez como tales y como simplemente liberales, y expresan su núcleo ideológico fundamental en la proposición de un Estado mínimo o inexistente, en tanto existe una percepción del aparato estatal como un espacio controlado por poderes e intereses ocultos inherentemente corrompidos, percepción que coincide en parte con posturas conservadoras clásicas. 

Una de las obras fundacionales del ethos libertario contemporáneo, “Anatomy of the State”, escrito y publicado en 1974 por Murray Rothbard, se presta de la definición weberiana del Estado como detentador del monopolio de la violencia legítima, aunque extendiendo las características de esa violencia a casi cualquier acción estatal, y despojando al Estado de cualquier vinculación representativa con respecto a una sociedad civil democrática: 

Con el auge de la democracia, la identificación del Estado con la sociedad se ha redoblado, hasta que es común escuchar sentimientos que violan prácticamente todos los principios de la razón y el sentido común como, por ejemplo, «nosotros somos el gobierno». El útil término colectivo «nosotros» ha permitido arrojar un camuflaje ideológico sobre la realidad de la vida política. Si «nosotros somos el gobierno», entonces cualquier cosa que un gobierno haga a un individuo no sólo es justa y antitécnica, sino también «voluntaria» por parte del individuo en cuestión (…). Si, entonces, el Estado no es «nosotros», si no es «la familia humana» reuniéndose para decidir problemas mutuos, si no es una reunión de logia o un club de campo, ¿qué es? Brevemente, el Estado es aquella organización de la sociedad que intenta mantener el monopolio del uso de la fuerza y la violencia en un área territorial determinada; en particular, es la única organización de la sociedad que obtiene sus ingresos no por medio de contribuciones voluntarias o del pago de servicios prestados, sino por medio de la coerción (Rothbard, 1974, p. 9-11) 

Este procedimiento crítico sobre el carácter del Estado es bastante consecuente con ciertas teorías conspirativas de la derecha radicalizada contemporánea, tal como la del globalismo, que sugiere una conspiración de orden internacional llevada a cabo por grandes Estados y algunos socios corrompidos (señalados con claros matices antisemitas) que buscarían la eliminación de los valores familiares tradicionales, incentivarían la inmigración masiva desde países del tercer mundo hacia el primer mundo y promoverían al feminismo y a sus llamadas “ideologías de género” (Stack, 2016). 

A la vez, esta demonización de lo estatal como organización colectiva se repite con respecto a la figura del “colectivismo”, que muchos exponentes del libertarianismo oponen al individualismo, como aparece aquí en Ayn Rand: 

El Individualismo sostiene que el hombre posee derechos inalienables que no le pueden ser arrebatados por ningún otro hombre, ni tampoco por cualquier número, grupo o conjunto de hombres. Por lo tanto, cada hombre existe por su propio derecho y para sí mismo, no para el grupo. El Colectivismo sostiene que el hombre no tiene derechos; que su trabajo, su cuerpo y su personalidad pertenecen al grupo; que el grupo puede hacer con él lo que le plazca, en la forma que quiera, por cualquier motivo que el grupo haya decidido que es su propio bien. Por consiguiente, cada hombre existe sólo con el permiso del grupo y en beneficio del grupo (Rand, 1960, p. 49). 

Según Rand, el colectivismo deriva en el tipo de organización comunista, en donde los derechos de libertad individual se postergan al máximo posible en la búsqueda del beneficio del Estado. La construcción del comunismo como enemigo fundamental de la ideología del libertarianismo también es fácilmente homologable con los posicionamientos de extrema derecha contemporáneos. Así aparece en el caso del etnonacionalista Greg Johnson en su libro New Right vs Old Right (2013), quien considera al comunismo un evento cualitativa y cuantitativamente más trágico que el nazismo: “Desde una perspectiva humana general, los números del Holocausto no son relevantes, porque incluso si 16 millones de judíos perecieron en la Segunda Guerra Mundial, no es ciertamente lo peor que le ha pasado a la raza humana. Lo peor sería el comunismo” (Johnson, 2013, p. 130).

Esta afinidad es a la vez sostenida por un sector del libertarianismo que ve en el conservadurismo tanto una ideología afín a sus principios teóricos fundamentales como un ancla de pragmatismo político en la cual sostener una alternativa en muchos casos electoral. El término palolibertarismo remite a la incorporación consciente de la ideología conservadora para con el proyecto libertario, y se resume claramente en la declaración de principios de Llewelyn H. Rockwell Jr:

Brevemente, el paleolibertarismo, con profundas raíces en la antigua derecha, considera:

I. El Estado Leviatán como fuente institucional del mal a lo largo de la historia.

II. El libre mercado sin trabas como un imperativo moral y práctico.

III. La propiedad privada como una necesidad económica y moral en una sociedad libre.

IV. El Estado militarista [garrison state] como una insigne amenaza a la libertad y al bienestar social.

V. El Estado de bienestar como un robo organizado que victimiza a los productores y, eventualmente, incluso a sus “clientes”.

VI. Las libertades civiles basadas en los derechos de propiedad como esenciales para una sociedad justa.

VII. La ética igualitaria como moralmente reprobable y destructora de la propiedad privada y de la autoridad social.

VIII La autoridad social –encarnada en la familia, la iglesia, la comunidad y otras instituciones intermediarias– como una ayuda para proteger al individuo frente al Estado y como necesaria para una sociedad libre y virtuosa.

IX. La cultura occidental como eminentemente digna de preservación y de defensa.

X. Las normas objetivas de moralidad, especialmente las que se encuentran en la tradición judeocristiana, como esenciales para el orden social libre y civilizado. (Rockwell Jr. 2023: 320)

Si bien no es conveniente tomar esta autodefinición ideológica como la característica de nuestra experiencia libertaria contemporánea, sí ayuda comenzar a pensar en los modos a través de los cuales el conservadurismo clásico encuentra sus justificaciones en una doctrina ideológica dentro de la cual el mercado tiene un protagonismo específico en la dirección de todo lo social, ya no sólo como programa político, sino como principio axiomático y epistémico. En este sentido, problemas como los de la pobreza y la desigualdad serán enfocados desde el paradigma libertario menos como problemáticas de Estado y más bien como características naturales del orden espontáneo social. Pero antes de adentrarnos a esto, conviene detenerse en los modos en los cuales la pobreza ha sido pensada como problemática de Estado, independientemente del paradigma liberal-libertario.

Pobreza como problema de Estado

Los primeros antecedentes que encararon a la pobreza como una problemática de orden político y social1 son las conocidas Poor Laws, introducidas en Inglaterra y Gales a comienzos del siglo XV. Estas leyes introdujeron un criterio de distinción con respecto a quiénes eran pobres y quiénes no:

La persona que está encasillada o calificada en condición de pobreza, como se puede ver desde el inicio, debe cumplir con al menos dos manifestaciones puntuales: la primera, carencia de recursos para satisfacer necesidades básicas y, en segundo lugar, quien depende de la recepción de ‘caridad’ para sobrevivir debido a su propia condición de vulnerabilidad (Carballo, Sánchez, Rojas, 2019: 43)

Esta cita nos arroja cierta luz con respecto a los modos en los que la pobreza se ha constituido como un término sujeto a transformaciones propias de sus contextos específicos. En efecto, como se ve aquí, en sus determinaciones más tempranas, la pobreza estaba asociada a una situación en la cual los individuos eran privados de las posibilidades de satisfacer sus necesidades básicas, a la vez que dependían de la caridad para poder sobrevivir. Los conceptos de necesidades básicas y de caridad como determinantes merecen, cada uno, su análisis respectivo.

El economista Oscar Altimir sugiere que el mismo concepto de necesidades básicas está sujeto a los diferentes contextos históricos y culturales de cada grupo social estudiado. En su trabajo, La dimensión de la pobreza en América Latina, Altimir afirma que: 

aun la pobreza normativamente definida debe referirse al estilo de vida predominante en la sociedad; éste crea los deseos e impone las expectativas de las que surgen las necesidades. En este sentido, el concepto de pobreza es siempre relativo. Es dinámico y específico de cada sociedad. Su contenido varía en el tiempo, en la medida en que las necesidades básicas cambian históricamente en una misma sociedad, con el cambio del estilo de vida y con el desarrollo económico. Es específico de cada sociedad en la medida en que el contenido del concepto es diferente —para normas equivalentes— en sociedades en que predominan distintos estilos de vida. (Altimir, 1979: 10)

Con respecto al pobre como objeto de caridad, Georg Simmel ha observado que de esto se desprende una forma diferenciada de definir a la pobreza, no por sus carencias, sino por su rol con respecto a su grupo social:

Esta definición social del «pobre», a diferencia de su definición individual, es la única que convierte a los pobres en una especie de clase o estrato homogéneo dentro de la sociedad. El mero hecho de que alguien sea pobre no basta, como hemos señalado, para incluirlo en una determinada clase social. Pobre puede ser un comerciante, un artista o un empleado, pero seguirán perteneciendo a la categoría determinada por su actividad o posición. Dentro de esta categoría, sus posiciones podrán ir modificándose progresivamente debido a su pobreza, pero seguirán perteneciendo a esa categoría y, por lo tanto, de ninguna manera quedarán agrupados en una unidad sociológica particular distinto a su estrato social. Sólo en el momento en que son socorridos (a menudo tan pronto como sus situaciones lo exijan, aunque no reciban ayuda) entran en un círculo caracterizado por la pobreza. (Simmel, 2014 [1908]: 89)

La definición bidimensional temprana del pobre como carente y objeto de caridad fue expandiéndose y adquiriendo nuevas dimensiones a través del tiempo. En la medida en el que el modelo económico capitalista fue asentando sus bases a lo largo y a lo ancho del planeta a fines de siglo XIX y principios del siglo XX, los estudios de la pobreza comenzaron a extenderse más allá de los límites de Europa y particularmente de Inglaterra, para extenderse sobre los continentes americanos, africanos y asiáticos. 

En la contemporaneidad, la pobreza es una problemática en la que todos los campos del discurso participan, aunque su determinación estadística está usualmente condicionada a las producciones simbólicas de problemáticas sociales que se dan en el Estado y las ciencias sociales y en particular, la Economía. Universidades, institutos de estadísticas (ambos públicos o privados), consultoras privadas, organizaciones sin fines de lucro (nacionales e internacionales) y otras asociaciones se encargan de determinar las características que determinan quién es pobre y quién no, volviendo a la pobreza un objeto pasible de ser medido en términos científico-técnicos. Esta transformación tecnificada del tratamiento de la problemática de la pobreza es claramente herencia de la matriz positivista del siglo XIX, pero sus reverberaciones siguen estructurando los principios teórico-metodológicos de las ciencias sociales contemporáneas. Bajo este criterio, “la definición de los pobres y de la pobreza como fenómenos objetivables y por tanto pasibles de ser tratados de manera tecnificada” (Vommaro, 2011: 80-81) podrían situar a la problemática de la pobreza como un dominio de saber experto.

Por saberes expertos, nos referimos aquí exclusivamente a aquellos saberes sobre asuntos sociales y políticos que ingresan “en los procesos a través de los cuales se definen, se implementan y se racionalizan las políticas” (de Marinis, 2009: 4). En este sentido comprendemos que durante los últimos años el Estado y los profesionales de las áreas de las ciencias sociales se presentaron como los agentes de un discurso legítimo sobre lo que implica ser o no ser pobre, no tanto a los fines de una búsqueda de precisión científica sobre la pobreza, sino antes bien como una problemática atendible desde la política pública. ¿Qué es lo que sucede a la luz del paradigma libertario con este problema?

¿Pobreza como problema?

El paradigma teórico político de la Escuela de Economía de Austria supone la comprensión de la problemática de la pobreza menos como un problema público que como una serie de diagnóstico, justificaciones y soluciones donde el Estado tiene un carácter particularmente demonizado en relación con el virtuosismo del ordenamiento espontáneo de mercado. En ese sentido, podemos determinar al menos tres dimensiones de comprensión sobre la problemática de la pobreza en el discurso de austriaco: una sobre los diagnósticos de las causas de la pobreza; otra sobre las posibles soluciones al problema de la pobreza; y otra sobre la relación existente entre el derecho y la pobreza.

Con respecto a la primera dimensión, se sugiere que el modo de producción capitalista es aquél que encauza la naturaleza egoísta del ser humano a un sistema de cooperación mutua basada en la libre competencia de sujetos iguales ante la ley. Ese sistema se caracteriza por erradicar de manera inédita la pobreza existente en los regímenes feudales, en la medida en la que el nivel de vida de un obrero promedio superaría incluso al de un señor feudal o en algunos casos reyes medievales. Así aparece en el caso de Ludwig von Mises: 

“La principal realización que ella [La Revolución Industrial] logró fue la transferencia de la supremacía económica de manos de los propietarios de la tierra a las de la totalidad de la población. El hombre común no fue ya un desdichado que debía conformarse con las migajas caídas de la mesa de los ricos. Desaparecieron las tres clases parias que caracterizaron las épocas precapitalistas: los esclavos, los siervos y aquellos a quienes denominaban pobres, tanto los escritores adictos a los padres cristianos, como los escolásticos y la legislación británica, desde el siglo XVI hasta el XIX” (von Mises, 1959: 16)

El dispositivo discursivo subyacente a esta aseveración consiste en una des-historización selectiva de los procesos de transferencia regresiva de recursos en los comienzos de la Revolución Industrial, buscando hacer un énfasis en los efectos que el desarrollo de las fuerzas productivas tuvo en la calidad de los bienes y servicios ofrecidos de manera masiva a comienzos del siglo XX en relación con la estratificación social de las comunidades feudales. Allí donde hay mercado, la pobreza se revela como virtualmente inexistente. Sucede entonces lo contrario allí donde el Estado hace su aparición, como en el caso del economista Benedicto Padilla:

“La gente sufre, especialmente los pobres, que no pueden ya equilibrar gastos y entradas. Hay un índice vívido de la injusticia social que determina la inflación, y es la diaria recurrencia de atracos, robos y latrocinios. Puede verse gente harapienta revolviendo tachos de basura, en busca de alimento. En este punto, el gobierno tal vez empiece a darse cuenta del error que incurrió en sus manipuleos del circulante nacional. Sin embargo, la rueda de la inflación se ha movida ya con tanta rapidez y ha llegado tan lejos, que el gobierno parece impotente para detenerla, y mucho menos, capaz de hacerla retrogradar. En estas circunstancias, el gobierno invariablemente recurre al expediente de imponer control de precios” (11) (Benedicto Padilla, 1960: 11)

No es casual que la inflación tenga un rol clave en la crítica al Estado como multiplicador de la pobreza. La idea de la inflación como fenómeno íntimamente monetario permite encontrar en el Estado el culpable de la depreciación de la moneda, que redunda en los controles de precios como forma de limitar la producción de aquellos que buscan competir en una economía libre, generando de esta manera un círculo vicioso de profundización del empobrecimiento general. 

La segunda dimensión todavía reconoce a la pobreza como un problema existente en el sistema capitalista, pero este ya no es un resultado del modo de producción y explotación, sino más bien de las interferencias que los Estados tienen sobre la economía libre. Al distorsionar los esquemas de precios y de trabajo, el Estado altera la cosmología del mercado que distribuye de la manera más eficiente la riqueza entre aquellos más y menos talentosos en una sociedad. Sólo a través del repliegue estatal será que el mercado podrá desenvolverse de la manera más eficiente:

“En realidad, la política de dejar que el mercado libre determine el nivel de los salarios es la única política de plena ocupación razonable y de éxito. Si los salarios son aumentados por encima de este nivel, ya sea debido a la presión y a la compulsión de los sindicatos o por decretos del gobierno, se produce la desocupación permanente de una parte de las fuerzas del trabajo” (von Mises, 1960: 8)

La tercera y última dimensión, íntimamente relacionada con las dos anteriores, se enfoca en el análisis del concepto de derecho como regla de la distribución de recursos en una sociedad libre. Si la igualdad de derechos norma a las sociedades burguesas, entonces cualquier intervención Estatal en torno a la compensación de los desbalances del mercado es una violación directa al principio de igualdad jurídica. En esta clave, todo tipo de subsidio a sujetos o empresas constituye un acto coercitivo de parte del Estado en tanto supone el robo de recursos de una parte de la sociedad (bajo la forma de impuestos) para entregarlos a alguien más:

La única solución integral está en la restauración del principio de igualdad ante la ley, eliminando los privilegios especiales de que ahora disponen los sindicatos obreros, y haciendo desaparecer todas las restricciones que existen en cuanto a inversiones de dinero para contribuciones y gastos de carácter político. Ni los privilegios especiales, ni las restricciones en cuanto a gastos políticos, encuentran un lugar adecuado en un país libre, cuya institución política principal es el gobierno representativo. Más aún, producen la clase de dificultades que es siempre secuela del abandono de todo sano principio. Porque una de las características de los principios sanos, es su buen resultado. (Sylvester Petro, 1960: 48)

En esta misma clave, las desigualdades naturales no son problematizadas sino aceptadas como punto de partida para entender las trayectorias más o menos exitosas en una economía libre. Si acaso la ineptitud laboral o de competencia en un mercado a la hora de atraer tanto consumidores como empresarios redunda en una trayectoria de vida tendiente a la pobreza, esta será el resultado justo de una sociedad moralmente sana. Así aparece otra vez en von Mises:

Esta gente considera la desigualdad como un mal. No afirman que un grado limitado de que, puede determinado con exactitud por una decisión libre de cualquier arbitrariedad y prejuicios personales, es bueno y tiene que ser preservado incondicionalmente. Por el contrario, declaran que la desigualdad por sí misma es mala, y simplemente afirman que en menor grado es menos perjudicial que en mayor, grado, del mismo modo que una cantidad menor de veneno en el cuerpo de un hombre es menos nociva que una dosis más grande. Pero si es así, entonces lógicamente hay en su doctrina un punto en el cual los esfuerzos hacia la igualación tendrían que detenerse. Es sólo una cuestión depreciación personal, completamente arbitraria, diferente de acuerdo con eI criterio de las distintas personas y que cambia con el transcurso del tiempo, juzgar si se ha llegado a un grado de desigualdad que se debe considerar como suficientemente bajo y más allá del cual no es necesario adoptar nuevas medidas hacia la igualación. Como estos campeones de la nivelación estiman a la confiscación y “redistribución” como una política que perjudica sólo a una minoría, a saber, aquellos que ellos consideran que son «demasiado» ricos, y que beneficia al resto —la mayoría— de la gente, no pueden oponer ningún argumento valedero contra aquellos que piden que se siga con esta política declarada como beneficiosa. Mientras quede algún margen de desigualdad, siempre habrá gente impulsada por la envidia, que presione para que se continúe con la política de igualación. (von Mises, 1960: 8-9)

En este sentido, lo que aparece en el discurso austríaco es la posibilidad de aceptar un grado de pobreza “tolerable” dentro de los márgenes que el mercado quiera asignarle. De esta manera la pobreza deja de volverse una problemática de Estado y en cualquier caso pasa a ser parte de la escenografía del orden espontáneo social.

Conclusiones: el discurso libertario sobre la pobreza hoy

Preguntarse cómo es que se traduce el discurso austríaco sobre la pobreza en la clave libertaria contemporánea nacional es una pregunta muy compleja a la luz de que este ensayo se escribe durante los primeros días del gobierno de Javier Milei, pero a partir de lo expuesto podemos comenzar a vislumbrar ciertos dispositivos discursivos que podrán ampliarse en el futuro próximo.

Cuando la figura del actual presidente empezó a tener relevancia pública y mediática, la problemática de la pobreza era, tal y como se vio en el discurso austríaco, el resultado de ya no sólo la intervención desmedida sino de la más mínima presencia del aparato estatal en la economía. En este sentido, son conocidas las expresiones del presidente con relación a los impuestos como “un robo”, independientemente de la progresividad o regresividad de estos. Esta vilificación del Estado como primer agresor ante la voluntad privada individual se ha llevado a los extremos de denotarlo como “un pedófilo en un jardín de infantes”. En este sentido, si bien las caracterizaciones del Estado como el culpable de la profundización de la pobreza aparece claramente en la doctrina libertaria, estas articulaciones discursivas profundamente más violentas se corresponden más bien con un desarrollo de discursos de odio muy relacionados con las nuevas derechas y el lenguaje de las plataformas de redes sociales.

De cualquier modo, la experiencia gubernamental del primer presidente libertario de la Argentina lo enfrenta a la realidad política de un contexto de pobreza y desigualdad profundizadas por un nivel alto de inflación en los cuales las medidas de contención estatales no pueden (por razones pragmáticas y, según el propio Milei, morales) desaparecer de cuajo.

En el marco de este contexto, la gestión libertaria debe conciliar su dogmatismo de mercado y no intervención estatal con políticas de contención social que hacen a la gobernabilidad: ya durante los primeros días de su gestión, el presidente ordenó, a la par de la devaluación de la moneda nacional la duplicación del monto de la Asignación Universal por Hijo, asignación hasta entonces vilipendiada por los libertarios contemporáneos que la entendían como medida prebendaria que somete a quienes menos tienen a una relación de dependencia directa con el Estado, quien no les permite desarrollar sus capacidades en una economía de mercado libre.

Sin embargo, y pese a los tumbos de sus primeros días de gobierno, la administración de Milei parece ajustarse bastante a la doctrina libertaria de la que se siente heredera. La desregulación económica parece ser el horizonte de los decretos y proyectos de ley, mientras que problemáticas en torno a la igualdad o desigualdad no aparecen en el discurso público de sus funcionarios y voceros.

Si bien es muy pronto para determinar si en verdad se trata o no de un gobierno fiel a los principios del libertarismo tradicional, queda claro que la pobreza sigue teniendo para nuestros libertarios contemporáneos un horizonte de solución en la economía libre de mercado. Los efectos de las políticas que apunten a ese sistema estarán a la vista.

Bibliografía

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von Mises, L. (1960), Desigualdad de riquezas e ingresos. Ideas sobre la libertad, (6), 5-10.

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1Es claro que la “pobreza” como conceptualización precede milenariamente el punto de partida que aquí damos, pero nos agenciamos en este momento histórico en tanto la pobreza figura por primera vez como un “problema del Estado moderno”.

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